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Introducción – Parte 2

Todo sobre el Amor

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Introducción – Parte 2

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Amor: estado de gracia

En «El pequeño libro del amor», de Jacob Needleman, las grandes obras sobre el amor comentadas a lo largo del ensayo están todas firmadas por hombres. No hay escritos de mujeres en la bibliografía. Recuerdo que, en mi doctorado en literatura, solo se ensalzó a una mujer como gran sacerdotisa del amor: Elizabeth Barrett Browning, pero se la consideraba una poeta menor. Sin embargo, entre nosotros, hasta el más inculto conocía el primer verso de su soneto más famoso: «How do I love thee? Let me count the ways» («¿De qué modo te amo? Deja que cuente las formas»). Esto sucedía en tiempos prefeministas. Ahora que estamos en la estela del movimiento feminista, hasta Safo es vista como una gran diosa del amor.

En aquella época, sin embargo, en todos los cursos de escritura creativa la poesía de amor que se analizaba era la escrita por hombres. De hecho, el compañero al que dejé después de varios años de relación me había cortejado inicialmente escribiéndome un poema de amor. Siempre había sido bastante cerrado y no estaba muy interesado en el amor, ni como tema de discusión ni en la práctica de la vida cotidiana, pero estaba seguro de que tenía algo significativo que decir al respecto. Por mi parte, creo que todos mis intentos adultos de escribir poemas de amor fueron cursis y patéticos. Cuando trataba de escribir algo sobre el amor, no me venían las palabras. Mis pensamientos parecían sentimentales, tontos y superficiales. Cuando escribía poemas de joven, sentía la misma confianza que más adelante vería solamente en escritores de sexo masculino. Al principio, cuando empecé a escribir poesía, pensé que el amor era el único tema posible, la pasión por antonomasia. El primer poema que publiqué, a los doce años, se titulaba de hecho «Una mirada al amor»; pero a medida que crecí me di cuenta de que las mujeres no tenían nada serio que enseñar al mundo sobre el amor.

Así es como la muerte se convirtió en mi tema favorito. Nadie a mi alrededor, ya fueran profesores o estudiantes, dudaba de la capacidad de una mujer para ser seria a la hora de pensar en la muerte y hablar de ella. Todos los poemas de mi primer libro trataban de la muerte y la agonía. Pero el que abría el libro, «The woman’s mourning son» («La canción de dolor de una mujer»), hablaba de la pérdida de un ser querido y de la negativa a aceptar que la muerte destruiría su recuerdo. La reflexión sobre la muerte siempre me ha llevado al tema del amor. No es casualidad que haya empezado a pensar más sobre el significado de este sentimiento tras haber visto morir a amigos, compañeros y conocidos, muchas veces a una edad temprana y de forma inesperada. Al acercarme a los cuarenta me encontré con el miedo al cáncer, tan frecuente hoy en día en la vida de las mujeres que casi se da por sentado; y cada vez que esperaba los resultados de las pruebas, pensaba que no estaba preparada para morir porque no había encontrado aún el amor que mi corazón tanto anhelaba.

Poco después de ese periodo de crisis contraje una grave enfermedad y estuve a punto de morir. Al ver que mi vida corría verdadero peligro, empecé a darle vueltas obsesivamente al significado del amor en la vida y en la cultura contemporánea. Mi trabajo de crítica cultural me permitía seguir de cerca todo lo que los medios de masas —fundamentalmente el cine y la prensa— expresan sobre el amor. Normalmente, los medios de comunicación dicen que todos buscamos el amor, pero que tenemos ideas poco claras sobre cómo experimentarlo en la vida cotidiana. En la cultura popular, el amor es un campo abonado por la fantasía. Quizá por eso la especulación teórica sobre el amor ha estado durante mucho tiempo dominada por los hombres; la fantasía ha sido siempre su terreno, tanto en la esfera de la producción cultural como en la vida cotidiana. La fantasía masculina es vista como capaz de crear una nueva realidad, mientras que la fantasía femenina se considera pura evasión. De ahí que la novela romántica siga siendo el único ámbito en el que las mujeres hablan de amor con cierto grado de autoridad. En cambio, cuando los hombres se apropian del género sentimental, su trabajo recibe mucho más reconocimiento que el de las mujeres. Uno de los ejemplos más significativos de ello es una novela como Los puentes de Madison. Si hubiera sido una mujer la que hubiera escrito esta sentimental y superficial historia de amor (en la que, sin embargo, no faltan los elementos emotivos), dudo mucho que hubiera podido convertirse en un éxito tan clamoroso y traspasar los límites tradicionales del género como lo hizo.

Por supuesto, el público que consume libros de amor es mayoritariamente femenino. Sin embargo, el sexismo masculino no basta para explicar por qué hay tan pocos libros de amor —y sobre el amor— escritos por mujeres. Podría decirse que las mujeres están ansiosas por escuchar lo que los hombres tienen que decir sobre el sentimiento amoroso. Una perspectiva sexista puede hacer que una mujer considere que ya sabe lo que va a decirle otra mujer. Es posible que tal lectora piense que puede obtener mucho más leyendo lo que los hombres escriben sobre el tema.

De joven, cuando leía algún libro sobre el amor, no paraba mientes en el género del autor. Como lo que quería era entender de qué hablamos cuando hablamos de amor, lo consideraba un detalle insignificante. Pero cuando me puse a pensar seriamente en el asunto y a escribir sobre él, empecé a preguntarme si había alguna diferencia entre escritores y escritoras.

Revisando la literatura sobre el amor, me di cuenta de que son muy pocos los escritores, sean hombres o mujeres, que hablan de la influencia ejercida por el patriarcado y de cómo la dominación masculina sobre las mujeres y los niños es un obstáculo para el amor. Crear amor, de John Bradshaw, es uno de mis libros favoritos. El autor tiene el arrojo de establecer un vínculo entre la supremacía masculina (la institucionalización del patriarcado) y la falta de amor en las familias. Bradshaw, famoso por su obra sobre el «niño interior» —según la cual toda persona lleva en su interior el niño que ha sido—, está convencido de que el fin del patriarcado será un paso importante en el camino del amor. Pero su libro no ha recibido la misma atención y reconocimiento que las obras de otros hombres que escriben sobre el mismo tema sin cuestionar la definición sexista de los roles de género.

Si queremos crear una cultura del amor, debemos realizar cambios profundos en nuestra manera de pensar y de actuar. Los hombres que escriben sobre el amor siempre aseguran que lo han recibido, y hablan desde esa posición, que les da lo que llaman «autoridad». Las mujeres hablan muy a menudo desde una posición de carencia, desde la posición de quienes no han recibido el amor que deseaban.

En la actualidad, una mujer que habla de amor sigue siendo sospechosa. Quizá porque todo lo que una mujer instruida puede decir sobre el tema constituye una amenaza y un desafío directo a las visiones ofrecidas por los hombres. Aprecio lo que los hombres tienen que decir sobre el amor. Me encantan Rumi y Rilke, poetas de género masculino que conmueven con sus palabras. Pero los hombres que escriben de amor suelen hacerlo valiéndose de la fantasía; dejan volar su imaginación y escriben sobre lo que imaginan que es posible en lugar de escribir sobre lo que conocen de verdad. Hoy sabemos que Rilke no escribió como vivió y que, muchas veces, las palabras de amor pronunciadas por los grandes hombres resultan ser engañosas cuando uno las confronta con la realidad. Debo confesar que, por mucho que me siga molestando, he leído y releído el libro de John Gray que se titula «Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus», pero como tantas otras personas de uno y otro sexo, quiero conocer el verdadero significado del amor, del amor que no es fruto de la fantasía ni de la imaginación. Quiero conocer la verdad del amor tal como lo vivimos.

Muchos de los ensayos de autoayuda sobre el amor escritos en los últimos tiempos por autores de género masculino —desde «Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus» hasta «Amar y despertar» de John Welwood— adoptan una perspectiva feminista sobre los roles de género; pero, al final, los autores siguen aferrados a unos sistemas conceptuales que sugieren la existencia de diferencias inherentes y profundas entre hombres y mujeres. Sin embargo, todas las pruebas que obran en nuestro poder indican que, si bien es cierto que la perspectiva masculina a menudo difiere de la femenina, estas divergencias se deben a características aprendidas, no a rasgos innatos o «naturales». Si fuera cierto que los hombres y las mujeres son opuestos absolutos que habitan universos emocionales diferentes, los hombres nunca se habrían convertido en la autoridad suprema sobre el amor. Dados los estereotipos de género que atribuyen los sentimientos y la emocionalidad a las mujeres y la racionalidad y la ausencia de emoción a los hombres, los «hombres de verdad» no entablarían jamás un diálogo sobre el amor.

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