Todo sobre el Amor
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Capítulo 9 – Parte 1
Capítulo 9 - Parte 1
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Reciprocidad: la esencia del amor
Dar con verdadera generosidad es algo que nos llena de alegría: nos sentimos felices cuando concebimos la idea de dar, en el instante en que lo hacemos y al recordar que lo hemos hecho. La generosidad es algo hermoso. Cuando damos algo nos sentimos unidos a los que lo reciben y nuestro compromiso en el camino de la paz y la conciencia se hace más profundo.
SHARON SALZBERG
El amor abre las puertas del cielo. Sin embargo, mucha gente espera afuera, incapaz de cruzar el umbral, incapaz de dejar atrás todas las cosas inútiles que han acumulado y que son un obstáculo para el amor. Si durante la mayor parte de nuestra vida no hemos sido guiados por el camino del amor, difícilmente vamos a saber cómo empezar a amar, qué debemos hacer o cómo comportarnos. La desesperación y el escepticismo de los jóvenes proviene en gran medida de su convicción de que lo han hecho todo bien, de la manera «correcta», y que, a pesar de ello, el amor no llega. Sus esfuerzos por amar y ser amados solo producen tensión, conflicto y una insatisfacción permanente.
Entre los veinte y los treinta, estaba segura de que sabía lo que era el amor. Sin embargo, cada vez que me «enamoraba» terminaba sufriendo. Las dos relaciones más intensas de mi vida fueron con hombres que habían tenido un padre alcohólico. Ninguno de ellos tenía un solo recuerdo positivo de su relación con su padre. Ambos fueron criados por la madre, que trabajaba fuera del hogar y, después del divorcio, nunca se volvió a casar. Tenían un temperamento similar al de mi padre: tranquilo, trabajador y emocionalmente reprimido. Todavía recuerdo cuando llevé al primero de ellos a casa de mis padres. Mis hermanas estaban asombradas porque a sus ojos era «tan parecido a papá» y «tú siempre has odiado a papá». En ese momento pensé que aquello era una tontería, tanto la idea de que odiaba a mi padre como la afirmación de que la pareja que había elegido era de alguna manera similar a él: ¿en qué cabeza cabía?
Después de vivir quince años con aquel compañero me di cuenta no solo de lo similar que era a papá, sino también de mi desesperado deseo de recibir de él el amor que no había recibido de mi padre. Quería que se convirtiera al mismo tiempo en el padre cariñoso que no había tenido y en un compañero en el amor, ofreciéndome así la posibilidad de curarme. Me engañé a mí misma, diciéndome que si me hubiera querido y me hubiera dado toda la atención que no había recibido de niña, mi espíritu roto se habría curado y habría recuperado la confianza y la capacidad de amar. Pero no fue capaz de hacerlo. Nadie le había enseñado a amar. Los dos íbamos a tientas en la oscuridad del amor, y juntos cometimos grandes errores. Él quería de mí el amor incondicional y la dedicación de su madre, que siempre le había dado todo sin esperar nada a cambio. Continuamente frustrada por su indiferencia ante las necesidades de los demás y su complaciente convicción de que así son las cosas, traté de cubrir la parte del trabajo emocional que era responsabilidad suya.
No hace falta decir que no recibí el amor que quería; en cambio, me quedé atascada en una situación conflictiva. Estábamos comprometidos en nuestra propia guerra privada, en la que yo luchaba por destruir los modelos de Marte y Venus con la esperanza de que lográramos liberarnos de los roles de género y expresar así nuestros deseos íntimos con sinceridad. Él permaneció anclado en un modelo cuya base era la suposición de que los hombres son por naturaleza diferentes a las mujeres, con diferentes necesidades y diferentes deseos emocionales. En el fondo creía que mi problema era que no aceptaba esos papeles «naturales». Como muchos hombres progresistas en la era del feminismo, estaba convencido de que las mujeres debían tener igual acceso al trabajo e igual salario, pero cuando se trataba de asuntos domésticos y del corazón seguía pensando que eran competencia de ellas. Como muchos hombres, quería una mujer «en todos los sentidos igual a su madre» para no tener que bregar por su desarrollo.
Era el tipo de hombre descrito por el psicólogo Dan Kiley en El síndrome de Peter Pan. Este ensayo, publicado a principios de la década de 1980, aborda un grave problema sociopsicológico que atormenta a los varones norteamericanos: la negativa a convertirse en hombres:
Aunque han llegado a la edad adulta —apunta Kiley—, son incapaces de lidiar de manera responsable con los sentimientos de los adultos. Han perdido el contacto con sus verdaderas emociones; tienen miedo de depender de los demás, incluso de los más cercanos; son egocéntricos y narcisistas, y esconden una máscara de normalidad, aunque por dentro se sienten vacíos y solos.
Esta nueva generación de hombres estadounidenses había pasado por la revolución cultural feminista. Muchos se habían criado en hogares donde el padre estaba ausente y se alegraron mucho cuando las pensadoras feministas les dijeron que no era necesario que se comportaran como el típico macho. Sin embargo, la única alternativa al modelo machista era no convertirse en hombres, seguir siendo niños.
Al decidir seguir siendo niños, no tuvieron que enfrentarse a la dolorosa tarea de cortar el vínculo demasiado estrecho entre ellos y una madre que los había asfixiado con un afecto incondicional; podían simplemente encontrar una mujer que los cuidara como lo había hecho su madre. Y cuando las mujeres no podían parecerse a mamá, ellos reaccionaban de forma exagerada. Al principio, cuando era una joven militante feminista, estaba encantada de haber encontrado un hombre que no quería ser un patriarca. La tarea de arrastrarlo, contra viento y marea, a cruzar el umbral de la edad adulta me atrajo. Estaba convencida de que al final tendría un compañero con el que podría establecer una relación de iguales, que podríamos amarnos como iguales. Pero el precio que pagué por haber decidido hacerlo crecer fue verle renunciar a la alegría infantil y convertirse en el machote con el que nunca quise estar. Yo era el blanco de su agresividad: me culpó de engañarlo para que creciera y me culpó de su miedo a no estar a la altura de su nuevo papel. Cuando nuestra relación terminó, me convertí en una mujer y una feminista plenamente realizada, pero había perdido toda la fe en el poder transformador del amor. Se me rompió el corazón. Salí de aquella relación con el temor de que nuestra cultura no estuviese preparada para apoyar el intercambio de amor entre un hombre y una mujer libres.
En la relación con mi segundo compañero, un hombre mucho más joven que yo, surgieron conflictos similares cuando tuvo que labrarse su propio papel de adulto en una sociedad en la que la virilidad se asocia con la fuerza y el poder. No era un individuo dominante, pero tenía que enfrentarse a un mundo que veía nuestra relación exclusivamente en términos de poder, de quién manda sobre quién. Si el silencio de mi antiguo novio se había considerado a menudo amenazador y autoritario, señal de su «poder», el silencio de este compañero más joven se interpretaba generalmente como una consecuencia de mi posición de predominio. A mí me atrajo porque representaba una alternativa a la norma patriarcal, pero con el tiempo se dio cuenta de que este tipo de virilidad no le permitía afirmarse en el mundo que le rodeaba y comenzó a ver los roles masculinos y femeninos desde una perspectiva tradicional. Observando el conflicto en el que se debatía, pude percatarme del poco apoyo que tienen los hombres cuando deciden romper amarras con la actitud patriarcal. Aunque había más de dos generaciones de diferencia entre esos dos hombres cultos y progresistas, ninguno de ellos había pensado profundamente en el amor. Abogaban por la igualdad de género en la esfera pública, pero seguían pensando que el amor era cosa de mujeres. Para ellos, tener una relación significaba encontrar a alguien que se ocupara de todas sus necesidades.