Todo sobre el Amor
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Capítulo 7 – Parte 4
Capítulo 7 - Parte 4
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Avaricia: nada más que amor
En The Healing of America, Marianne Williamson aborda el tema de la actitud cínica que mucha gente adopta con respecto al problema de compartir recursos, una actitud que pone en peligro el bienestar espiritual de nuestra nación:
Cuánta injusticia hay en Estados Unidos, y cuánta conspiración silenciosa para no hablar de ello; cuánto sufrimiento hay, y cómo se desvía la mirada para no apreciarlo. Se nos dice que son problemas secundarios, o que costaría demasiado resolverlos, como si el dinero fuera lo más importante. Hoy en día la codicia se considera legítima, mientras que el amor fraternal no lo es.
Marianne Williamson es una gurú de la New Age que tuvo el coraje de hablar claramente sobre estos temas tabú; su popularidad, sin embargo, no se vio afectada por ello, porque la mayoría de sus lectores hacen como si este libro no existiera. En él nos anima a rebelarnos y a encontrar el valor para luchar contra la injusticia. Sin negar que es una privilegiada, invita a todos (incluida ella misma) a hacer todo lo posible para tratar de reducir los desequilibrios.
Resistirse al reclamo de la codicia es difícil para todos, porque renunciar a los deseos materiales a veces nos obliga a poner al descubierto nuestras necesidades emocionales. Cuando entrevisté a la popular rapera Lil’ Kim, me impresionó mucho que no estuviera interesada en el amor. Me habló mucho de la falta de amor que había en su vida, pero el tema que galvanizó la atención de la conversación fue el dinero. Salí de la reunión asombrada: no podía creer que una joven negra que venía de una familia desunida y que no había terminado el bachillerato hubiera sido capaz de romper todas las barreras para acumular riqueza, pero no confiase en superar las que le impedían entender cómo dar y recibir amor.
La cultura de la avaricia legitima el culto al dinero y no se preocupa en absoluto por el crecimiento emocional de las personas. ¿A quién le importa si esta sociedad no llega a conocer el amor? Desafortunadamente, muchos estadounidenses están convencidos de que la búsqueda y conquista de la riqueza les compensará cualquier deficiencia emocional. Como tantos otros, Lil’ Kim no presta atención a los mensajes de los medios sobre la angustia emocional de los ricos. Si el dinero pudiera realmente compensar el sufrimiento y la falta de amor, los ricos serían las personas más afortunadas del mundo. Pero en vez de pensar tal cosa, sería mejor recordar la profética canción de los Beatles: «I don’t care too much for money. Money can’t buy me love» («No me importa demasiado el dinero. El dinero no puede comprarme amor»).
Por irónico que parezca, los ricos, codiciosos y siempre preocupados por sus activos, están perpetuamente estresados y se sienten muy poco realizados. Entre ellos y los pobres, también codiciosos y frustrados por deseos insatisfechos, no hay una diferencia sustancial. Los ricos nunca tienen bastante, nunca se sienten saciados. Y, sin embargo, todos quieren emularlos. Como escribe Richard Foster en Freedom of Simplicity:
Deberíamos reflexionar sobre la miseria que corroe nuestra vida cuando dejamos que nos invada la codicia. Contraemos deudas elevadísimas y luego estamos pluriempleados para mantenernos a flote. Desarraigamos a nuestra familia con mudanzas inútiles solo para tener una casa de postín. Nos agarramos a todo lo que podemos y nunca estamos satisfechos. Pero lo más destructivo es que por nuestra afición a los coches caros, a los deportes espectaculares y a las villas con piscina, acabamos dejando aparcado cualquier posible interés por los derechos civiles, cualquier preocupación por la pobreza en las grandes ciudades y las masas hambrientas de la India. La avaricia logra cortar las cuerdas de la compasión.
Tanto es así que ignoramos a los hambrientos de nuestra propia sociedad, a los treinta y ocho millones de pobres cuyas vidas son prueba de la incapacidad de Estados Unidos para distribuir los recursos de manera justa y solidaria. El culto al dinero endurece el corazón, y puede llevarnos a todos a aceptar, activa o pasivamente, la explotación y deshumanización de nosotros mismos y de los demás.
Se ha hablado mucho de los radicales de los años sesenta que después se convirtieron en capitalistas intransigentes y se beneficiaron del sistema que en otro tiempo criticaron y quisieron destruir. Pero nadie se responsabiliza del cambio de valores que transformó el culto del amor y la paz en una política de poder y beneficio. Este cambio se produjo porque el amor libre, circunscrito a las utópicas comunidades hippies, donde todos eran jóvenes sin ninguna preocupación, no ha arraigado en la vida cotidiana de la gente común. Los jóvenes progresistas que creían en la justicia social no tuvieron dificultad alguna en mantener intacta la radicalidad de sus ideas políticas mientras se mantenían al margen, fuera de la estructura; pero no estaban dispuestos a bajar al terreno de la realidad y acometer por su cuenta la difícil tarea de cambiar y reorganizar el sistema existente para afirmar los valores de la paz y el amor, la democracia y la justicia. Se dejaron llevar por la desesperación, y entonces la capitulación ante el orden social existente se convirtió en la única solución viable para ellos.
A esa generación no le llevó mucho tiempo darse cuenta de que les importan más las comodidades materiales que la justicia. Una cosa era renunciar a la comodidad durante unos años, luchando por la justicia y los derechos civiles de la población negra y las mujeres de todas las razas, y otra muy distinta considerar que podían afrontar toda una existencia de privaciones, quizá compartiendo sus recursos con los demás. Cuando muchos de los radicales y los hippies que se habían rebelado contra los privilegios excesivos empezaron a tener hijos y a preocuparse por su educación, quisieron que tuvieran acceso a los mismos bienes materiales que ellos habían conocido, pero disfrutando paralelamente del lujo de la rebelión; querían, en definitiva, que sus hijos tuvieran la vida asegurada en términos económicos. Asimismo, muchos de los radicales y los hippies que venían de familias con escasos recursos económicos también estaban ansiosos por encontrar un mundo de abundancia material que les sirviera de sustento. A todos les asustaba la idea de que, si continuaban apoyando una perspectiva comunitaria y compartiendo recursos, al final tendrían que conformarse con menos.
Hace poco asistí a una mesa redonda provista de alimentos y bebidas de primera clase y escuché consternada como algunos radicales de los viejos tiempos decían entre risas que nunca habrían imaginado que llegarían a convertirse en «progresistas en el plano social y conservadores en el fiscal», en personas que, en definitiva, quieren acabar con el Estado asistencial y apoyar el libre mercado. Williamson hace esta interesante observación:
En Estados Unidos, la reacción que se ha desatado contra el Estado del bienestar no ha tenido por objeto el exceso de medidas asistenciales, sino el uso de la compasión en la esfera pública. El país está repleto de personas dispuestas a salir en defensa de la moralidad privada, pero son muy pocas las que ponen en cuestión la moralidad social. Somos una de las naciones más ricas de la Tierra, pero comparados con todas las demás naciones industrializadas de Occidente gastamos una miseria en nuestros pobres. La quinta parte de los niños estadounidenses y la mitad de los niños afroamericanos viven en la pobreza. Somos la única nación industrializada de Occidente que no tiene asistencia sanitaria pública.
Estas son verdades que nadie quiere afrontar. Muchos ciudadanos estadounidenses tienen miedo de adoptar una ética de la compasión y la solidaridad, porque temen que pueda poner en peligro su seguridad. Como han sido sometidos a un lavado de cerebro que les ha convencido de que su seguridad depende de tener más que su vecino, no hacen más que acumular, pero siguen sintiéndose incómodos porque siempre hay alguien que ha acumulado más que ellos.
Estamos asistiendo a un aumento constante de la brecha entre ricos y pobres, entre los que tienen y los que no tienen. Los privilegiados viven en barrios donde la riqueza y la abundancia se exhiben y se admiran, pero cierran los ojos ante el coste de tal abundancia: si unos pocos privilegiados pueden vivir en un lujo inmoderado es gracias al sufrimiento de la mayoría. Una vez le pregunté a un hombre rico, que acababa de conquistar su nuevo estatus social, qué era lo que más le gustaba del bienestar que había conseguido. Me dijo que le gustaba el poder que el dinero tenía para inducir a la gente a cambiar o incluso quebrantar sus valores. Ese hombre era la personificación de la cultura de la codicia. Para él, el placer de la riqueza consistía no solo en el deseo de tener más que los demás, sino en usar el poder que de ella se derivaba para degradarlos y humillarlos. Para mantener y satisfacer su codicia, soñaba con estar del lado del poder. Y el mundo del poder es siempre un mundo vacío de amor.
Todos somos vulnerables. Todos hemos tenido tentaciones. Incluso aquellos que adoptan la ética del amor alguna vez se han visto tentados por la avaricia. Son tiempos peligrosos. No solo los corruptos caen en el abismo de la codicia. Los individuos con buenas intenciones y con un alma bondadosa pueden verse abrumados por un inesperado acceso al poder y a los privilegios. Cuando un presidente utiliza su poder y seduce, con su consentimiento, a una joven empleada del equipo del Gobierno, ese presidente es la expresión pública de la codicia. Sus acciones revelan la voluntad de arriesgar todo lo que aprecia y valora para satisfacer un placer hedonista. El hecho de que tantos estadounidenses consideren normal ese uso pernicioso del poder, y que estimen que el presidente tan solo ha tenido la desgracia de ser sorprendido, es una prueba más de la condescendencia general hacia la política de la codicia. Se trata de un ejemplo de la actitud mental que corre el riesgo de destruir la capacidad de amar y, con ella, la capacidad de sacrificarse por las personas que uno ama. Por su parte, la joven involucrada en el asunto manipula hechos y detalles y acaba prostituyéndose al vender su historia a los medios porque está ávida de fama y de dinero, y la sociedad acepta este tipo de componendas cuando el objetivo es hacerse rico. Pero la avaricia de la joven no se detiene ahí: quiere ser considerada una víctima. Con la destreza de un mago, intenta reescribir el guion de un intercambio consensuado de placer para que parezca una historia de amor, porque alberga la esperanza de que todos nosotros, seducidos por los aspectos románticos de la historia, pasaremos por alto que el engaño, la traición y el desinterés por los sentimientos de los demás nunca pueden ser el entorno adecuado para que nazca y florezca el amor. Esto no es una historia de amor, es un drama público sobre la política de la codicia, una codicia tan intensa que destruye el amor.
La avaricia hace pasar a un segundo plano el amor y la compasión, mientras que una vida sencilla les proporciona espacio para expresarse. Para luchar contra la avaricia en la vida cotidiana lo primero que hay que hacer es vivir con sencillez. En todo el mundo, la gente se está dando cuenta cada vez más de la importancia de vivir de forma sencilla y de compartir los recursos. El comunismo ha sufrido una derrota global, pero el ideal comunitario no ha dejado de existir. Resistir la tentación de la codicia está al alcance de todos. Podemos trabajar para cambiar las directrices políticas de nuestro país eligiendo líderes honestos y progresistas.
Podemos apagar el televisor. Podemos mostrar respeto por el amor. Podemos salvar el planeta poniendo fin a los desechos indiscriminados. Podemos reciclar los residuos y apoyar estrategias avanzadas de supervivencia ecológica. Podemos honrar un ideal de comunidad e interdependencia compartiendo recursos. Todos estos comportamientos muestran respeto y gratitud por la vida. Cuando valoramos el aplazamiento de la gratificación y asumimos la responsabilidad de nuestros actos, simplificamos nuestro universo emocional. Vivir de una forma sencilla hace que amar sea fácil. La decisión de vivir con sencillez aumenta nuestra capacidad de amar. Es aprendiendo a practicar la compasión y la solidaridad como afirmamos cada día nuestra conexión con la comunidad mundial.