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Capítulo 3 – Parte 3

Todo sobre el Amor

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Capítulo 3 – Parte 3

Capítulo 3 - Parte 3

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Sinceridad: la franqueza en el amor

Si son leales a sí mismos y a los demás, y aman la justicia, los hombres y las mujeres no pueden dejar de notar que las mentiras empobrecen y erosionan de mil maneras la posibilidad de una relación profunda y significativa, hasta el punto de ser un obstáculo para el amor.

Es importante entender que, debido a que se basa en los valores y patrones de comportamiento masculinos que nuestra cultura suele establecer para determinar lo que es más o menos aceptable, la aceptación de la mentira es un componente esencial del pensamiento patriarcal que involucra a todos, sean hombres o mujeres. Los hombres no son ciertamente los únicos que usan las mentiras para conseguir poder sobre los demás. De hecho, si bien es cierto que una virilidad basada en cánones patriarcales aleja a los hombres de su identidad, es igualmente cierto que las mujeres que adoptan una feminidad patriarcal —que aceptan la idea de tener que comportarse como si fueran débiles, mudas, estúpidas e incapaces de pensar racionalmente—, también han aprendido a presentarse al mundo con una máscara, a mentir. Este es uno de los temas principales de La danza de la ira. A través de un análisis esclarecedor, Lerner identifica las responsabilidades de las mujeres y las llama a rendir cuentas sobre su participación en estructuras de simulación y mentiras, especialmente en la vida familiar. A menudo las mujeres mienten a los hombres con facilidad para manipularlos y conseguir las cosas que quieren o creen que se merecen. O pueden mentir para reforzar la autoestima de un hombre. Las mentiras femeninas pueden adoptar muchas formas, desde pretender sentir emociones que no se sienten, hasta simular niveles de vulnerabilidad emocional y dependencia que no son verdaderos.

Las mujeres heterosexuales suelen aprender de otras mujeres el arte de mentir a los hombres para manipularlos. Las mentiras relativas a la búsqueda de pareja y la procreación son, por ejemplo, permisibles. Cuando quise tener un hijo y mi compañero de entonces no se sentía preparado para ser padre, me sorprendió que tantas mujeres me animaran a ignorar sus sentimientos y a seguir adelante sin contarle la verdad. Parecía que no había nada de malo en negar a un niño el derecho a ser deseado por ambos padres biológicos. (No hay engaño cuando una mujer tiene un hijo con un donante de esperma, porque en ese caso no hay un padre varón visible que pueda rechazar o castigar a un niño que no quiere.) Me molestaba que las mujeres que yo respetaba no tomaran en serio el papel paterno y no creyeran que para un hombre el deseo de ser padre es tan importante como para una mujer. Nos guste o no, seguimos viviendo en un mundo en el que los niños quieren saber quiénes son sus progenitores y, cuando el padre está ausente, hacen todo lo posible por encontrarlo. Yo no podía concebir la idea de traer un hijo a este mundo que pudiera ser rechazado por un padre que no lo quisiera.

Las mujeres que crecieron en los años cincuenta del siglo pasado, antes de que existiera un control adecuado de la natalidad, eran profundamente conscientes de que un embarazo no deseado podía cambiar el curso de su vida. Pero también había mujeres que ansiaban el embarazo para que el padre del niño no pudiera separarse nunca más de ellas emocionalmente. Pensaba que esas concepciones eran cosa del pasado. Sin embargo, incluso en esta era de igualdad social entre los sexos, me llegan historias de mujeres que deciden quedarse embarazadas cuando la relación es inestable, ya sea para obligar al hombre a permanecer unido a ellas o con la esperanza de empujarlo a casarse con ellas. Algunos hombres se sienten extremadamente apegados, más de lo que se podría pensar, a la mujer que trae al mundo a su hijo. El hecho de que los hombres sucumban a las mentiras y a la manipulación cuando está en juego el papel de los padres biológicos no hace que ello sea más justo ni más aceptable. El hombre que acepta que se le mienta o se le manipule, además de abdicar de su propio poder, crea una situación en la que puede culpar de todo a las mujeres o justificar el odio que siente hacia ellas.

Este es otro de los casos en que la mentira se utiliza para tener poder sobre alguien, para mantenerlo en una relación contra su voluntad. Harriet Lerner recuerda que la honestidad es solo un aspecto de la sinceridad, que según su definición es «superioridad moral, ausencia de engaño y de fraude». A menudo la máscara de la «feminidad» patriarcal hace que el engaño femenino parezca aceptable. Sin embargo, cuando mienten, las mujeres se ajustan a los antiguos estereotipos sexistas según los cuales son por su propia naturaleza, por el simple de hecho de ser mujeres, menos capaces de decir la verdad. Los orígenes de este estereotipo sexista se remontan a la historia de Adán y Eva, un relato en el que la mujer parece estar dispuesta a mentir incluso a Dios.

Los hombres y mujeres, cuando ocultan información, a menudo aducen como excusa la defensa de su privacidad, un ámbito que en nuestra sociedad se identifica equivocadamente con el secretismo.

Los individuos abiertos, sinceros y sin dobleces valoran la privacidad. Todos necesitamos espacios en los que estar a solas con nuestros pensamientos y sentimientos, donde podamos disfrutar de una sana autonomía psicológica, salvaguardando nuestra libertad para dejar que otros participen cuando y como queramos. Pero mantener un secreto y omitir información es a menudo una cuestión de poder. Por eso muchos programas de curación inciden en que «lo único que hay de enfermo en nosotros son los secretos que guardamos». Cuando la hermana de mi novio me confió un secreto celosamente guardado por la familia sobre un caso de incesto del que él no sabía nada, mi primera reacción fue pedirle que se lo contara. Si ella no lo hubiera hecho, se lo habría contado yo misma. Estaba convencida de que ocultarle esa información quebrantaría nuestro compromiso como pareja de ser claros y sinceros el uno con el otro. Manteniendo el secreto que guardaban su madre y hermanas, sería cómplice de la disfuncionalidad de su núcleo familiar. Al contarle lo que había descubierto, estaba afirmando mi lealtad hacia él y mi respeto por su capacidad para enfrentarse a la realidad.

La intimidad fortalece los lazos, mientras que los secretos debilitan y dañan las relaciones. Según Harriet Lerner, «no conocemos el coste emocional de un secreto» hasta que la verdad sale a la luz. Los secretos suelen obligar a mentir. Y las mentiras siempre crean la premisa de una posible traición, de la violación de la confianza de otras personas.

La tolerancia generalizada de la mentira es una de las principales razones por las que muchos en nuestra sociedad están destinados a no conocer nunca el amor. Resulta imposible fomentar el crecimiento espiritual propio y el de los demás cuando la parte más íntima de nuestro ser, de nuestra identidad, está rodeada de secretismo y embustes. No es posible confiar en que el otro siempre quiere nuestro bien, la premisa indispensable del amor, cuando reina el engaño; es una cosa muy básica, pero puede convertir la inclinación a una confidencialidad razonable en un serio problema moral. Hoy en día, nuestra sociedad necesita renovar su compromiso con la sinceridad más que en cualquier otra época, pero no es fácil, porque mentir es más aceptable que decir la verdad. La mentira se ha convertido en la norma aceptada, hasta tal punto que decimos mentiras incluso cuando sería más fácil decir la verdad.

Los que se ocupan desde una perspectiva profesional de la salud mental, desde los psicoanalistas más capacitados hasta los gurús de tres al cuarto, aseguran que es infinitamente más satisfactorio y gratificante decir la verdad, pero la mayoría de las personas no reconoce con tanta facilidad que son de las que cuentan toda la verdad. En lo que a mí respecta, como he decidido ser sincera incluso en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, resulta que muchas veces me encuentro con que me tachan de excéntrica porque digo la verdad incluso en los asuntos más triviales. Si una amiga me trae un regalo y me pregunta si me gusta, le respondo con sinceridad y sensatez; es decir, le digo la verdad de una forma positiva y amable. Y, sin embargo, incluso en una situación como esta, a menudo sucede que los que me piden que diga lo que pienso sinceramente se molestan cuando doy una respuesta sincera.

Hoy en día se nos enseña a temer la verdad, a pensar que es perjudicial de todas las maneras posibles. Hay una tendencia a creer que los individuos sinceros son ingenuos y perdedores en potencia. Bombardeados por la propaganda cultural destinada a inculcarnos la idea de que la mentira importa y la verdad no cuenta, corremos el riesgo de sucumbir a semejante engaño. La sociedad de consumo fomenta este clima y la publicidad es una de las herramientas culturales que más ha favorecido el auge de la mentira. Mantener a la gente en un estado constante de carencia, de deseo perpetuo, fortalece la economía de mercado. La falta de amor es buena para el consumismo. Y las mentiras fortalecen el mundo carente de escrúpulos de la publicidad. La aceptación pasiva de las mentiras en la vida pública, especialmente las que pasan a través de los medios de comunicación, apoya y perpetúa el hábito de mentir en la vida privada. En cuanto a la vida pública, los periódicos sensacionalistas no tendrían nada que escribir si todos viviésemos sin ocultar nada y nos comprometiésemos a decir la verdad. El conocimiento del amor puede constituir una protección, porque nos mantiene apegados a una vida basada en la verdad. Estaremos entonces más dispuestos a expresarnos abierta y sinceramente tanto en la vida privada como en la pública.

Para conocer el amor debemos decirnos la verdad a nosotros mismos y decírsela también a los demás. Estamos tan acostumbrados a crearnos una imagen falsa para enmascarar nuestros miedos e inseguridades que a menudo olvidamos quiénes somos y qué sentimos debajo del disfraz de la simulación. Superar esa negación es siempre el primer paso para descubrir nuestro deseo de ser sinceros y claros. Las mentiras y los secretos pesan y generan tensión. Los que siempre han dicho mentiras no se dan cuenta de que decir la verdad puede liberarlos de una carga importante. Para entenderlo, deben dejar de mentir.

Al principio del feminismo, las mujeres hablaban abiertamente de su deseo de conocer mejor a los hombres, de quererlos por lo que eran. Hablábamos también de nuestro deseo de ser amadas por lo que realmente éramos (es decir, ser aceptadas en nuestra realidad física y en nuestro espíritu, no sentirnos obligadas a construir una personalidad diferente para transformarnos en el objeto del deseo masculino). Queríamos que los hombres fueran capaces de expresarse con sinceridad. Sin embargo, cuando empezaron a expresar sus pensamientos y sentimientos, algunas mujeres se dieron cuenta de que no podían asumirlo. Anhelaban las viejas mentiras. En la década de 1970, circulaba en Estados Unidos una tarjeta de felicitación en la que aparecía una mujer sentada frente a una adivina que estaba mirando una bola de cristal. En la parte de delante se leía: «No me habla nunca de sus sentimientos». Dentro aparecía el augurio: «El año que viene a las dos de la tarde, los hombres empezarán a hablar de sus sentimientos. Y a las dos y cinco, todas las mujeres del país estarán lamentándolo». Si prestamos atención a los pensamientos, creencias y sentimientos de alguien, es más difícil proyectar en ellos las percepciones que tenemos de esa persona. Es más difícil manipularla. A veces a las mujeres nos cuesta escuchar lo que los hombres tienen que decir. Ocurre especialmente cuando lo que dicen no concuerda con las fantasías que tenemos sobre ellos, su forma de ser y cómo nos gustaría que fueran.

El niño herido que se esconde en muchos hombres es un joven que la primera vez que dijo sus verdades fue silenciado por el sadismo paternal, por un mundo patriarcal que no quería oírle expresar sus verdaderos sentimientos. La niña herida que se esconde en muchas mujeres es una niña que desde muy pequeña aprendió que tenía que convertirse en algo diferente de lo que era, que para atraer y complacer a los demás tendría que negar sus verdaderos sentimientos. Al seguir castigándonos por nuestra sinceridad, solo estamos reforzando la idea de que las mentiras son la mejor opción. Para amar debemos escuchar de buena gana la verdad del otro y, más aún, afirmar el valor de esa sinceridad. Las mentiras pueden ser a veces beneficiosas, pero no nos ayudan a conocer el amor.

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