Saltar al contenido

Capítulo 3 – Parte 1

Todo sobre el Amor

Audio

Capítulo 3 – Parte 1

Capítulo 3 - Parte 1

Transcripción

Sinceridad: la franqueza en el amor

Cuando nos revelamos ante nuestra pareja y descubrimos que no pasa nada malo, que incluso nos hace sentir bien, llegamos a una verdad importante: en un mundo hecho de apariencias, una relación íntima puede ofrecernos un refugio, un espacio sagrado en el que poder ser plenamente nosotros mismos. […] Decir nuestra verdad, desvelar nuestros pensamientos más íntimos y mostrar nuestra aspereza es como quitarse la máscara; una actividad sagrada que permite a dos almas encontrarse y establecer un contacto más profundo.

JOHN WELWOOD

 

No es casualidad que las primeras ideas de rectitud y justicia que adquirimos de niños tengan que ver con el ámbito de la verdad. La verdad, la capacidad de ver el mundo y a nuestra persona tal como son y no como nos gustaría que fuesen, son la esencia de la justicia. En los últimos años, expertos en sociología y psicología han documentado que en Estados Unidos la gente tiende a mentir cada vez más. El libro titulado Mentir, de la filósofa Sissela Bok, fue uno de los primeros en llamar la atención sobre el hecho de que, en las interacciones diarias, la mentira se haya convertido en una práctica común y aceptada por todos. El camino menos transitado, de M. Scott Peck, tiene un capítulo entero consagrado a este tema. En La danza de la ira, Harriet Lerner, otra psicoterapeuta que también cuenta con un sinfín de lectores, señala como el sexismo de las relaciones sociales anima a las mujeres a fingir, manipular y mentir para complacer a los demás. Lerner explica que el fingimiento continuo y el hábito de mentir terminan por alejar a las mujeres de sus verdaderos sentimientos, provocando que se depriman y pierdan la conciencia de sí mismas.

Se miente sobre los aspectos más insignificantes de la vida cotidiana. A menudo preguntas elementales como «¿Qué tal estás?» las respondemos con una mentira. La mayoría de las mentiras que se cuentan a diario sirven para evitar conflictos o para no herir los sentimientos de los demás. Si, por ejemplo, te invitan a una cena a la que asisten personas que no te caen bien, evitas decir la verdad y rechazas la invitación, quizás inventando una excusa. En otras palabras, cuentas una mentira. Es evidente que, si al explicar las razones de nuestro rechazo se corre el riesgo de ofender de forma innecesaria a alguien, puede ser apropiado simplemente declinar la invitación.

Muchas personas aprenden a mentir en la infancia. Normalmente, empiezan a hacerlo para escapar del castigo o para no decepcionar o herir a un adulto. Cuántos de nosotros recordamos aún con claridad momentos en los que siendo niños pusimos en práctica con valentía la sinceridad que los adultos nos habían enseñado a apreciar, solo para descubrir que los adultos no siempre querían que fuéramos sinceros. Demasiadas veces los niños son castigados por responder con sinceridad a una pregunta que les hace una figura adulta con autoridad. Y así, ya a una edad temprana, en nuestra conciencia se graba la idea de que decir la verdad causa sufrimiento. Si aprendemos a mentir es, pues, para evitar ser heridos y para evitar herir a otras personas.

Muchos niños se sienten confundidos porque, por una parte, se les inculca el valor de la sinceridad y, por la otra, se les enseña a ser oportunistas y falsos. A medida que crecen, empiezan a entender que los adultos no hacen más que mentir y se dan cuenta de que son pocos los que dicen la verdad en su círculo cercano. Yo misma me crie en un mundo en el que se enseñaba a los niños a decir la verdad, pero no tardé en percatarme de que los adultos no ponían en práctica lo que predicaban. Aquellos de mis hermanos que habían aprendido a mentir educadamente, o a decir lo que los adultos querían oír, eran siempre más queridos que quienes decíamos la verdad; y, como es natural, se llevaban todos los premios y recompensas.

Cualquiera que sea el grupo de niños que uno examine, nunca es fácil entender por qué algunos de ellos aprenden rápidamente el sutil arte de la ocultación (es decir, saben fingir para manipular una situación), mientras que otros tienen dificultades para enmascarar sus verdaderos sentimientos. Los juegos infantiles están marcados por la invención y el fingimiento y, por lo tanto, son un contexto perfecto para aprender a dominar el arte de la ocultación. Ocultar la verdad es a menudo un aspecto divertido del juego, pero cuando se convierte en una práctica frecuente es un peligroso preludio de la mentira como hábito de vida.

A veces la idea de mentir fascina a los niños porque les da poder sobre los adultos. Imaginemos, por ejemplo, que una niña pequeña va a la escuela y le dice a su profesor que va a ser adoptada, aunque sabe perfectamente que eso no es cierto. Por un lado, disfrutará de la atención que esa confidencia le proporcionará, así como de la simpatía y la comprensión que le dedicará el maestro; pero por otro lado tendrá que enfrentarse a la cólera y la frustración de sus padres cuando los llamen de la escuela para informar de la supuesta adopción. Una amiga mía que cuenta muchas mentiras me dijo que le encanta burlarse de los demás y observar cómo se comportan cuando les da información falsa. Tiene diez años.

Cuando yo tenía su edad, las mentiras me asustaban, porque me desorientaban y creaban demasiada confusión. Los otros chicos se burlaban de mí porque no era capaz de mentir. En el único episodio verdaderamente violento entre mi padre y mi madre del que tengo recuerdo, él la acusó de mentirle. Y después recuerdo aquella noche en que una de mis hermanas mayores mintió y dijo que iba a hacer de niñera, cuando en realidad estaba planeando salir con una amiga. Cuando mi padre se enteró, la zurró de lo lindo, y mientras la estaba pegando, gritaba sin parar: «¡No me digas mentiras!». Fue una reacción tan violenta que a partir de entonces todos los hermanos sentíamos pavor de las posibles consecuencias de una mentira, pero eso no impidió que nos diéramos cuenta de que tampoco él decía siempre la verdad. Su forma favorita de mentir era el silencio. Su lema era «si te preguntan no digas nada», para no arriesgarte a contar una mentira.

Los hombres a los que he amado solían mentir para evitar la confrontación o para no asumir la responsabilidad por un mal comportamiento. En The Mermaid and the Minotaur, Dorothy Dinnerstein plantea la hipótesis de que el niño siente confusión y rabia en el momento en que descubre que la poderosa madre de la que depende no tiene en realidad ningún poder en el mundo patriarcal. La mentira se convierte entonces en una de las estrategias a través de las cuales puede dar rienda suelta a su malestar, pero también confirmar la impotencia materna. Además de sentir que puede manipular a su madre, la mentira le permite desenmascarar su absoluta carencia de poder. Y eso le hace sentirse más poderoso.

Los hombres aprenden a mentir para tener más poder; las mujeres hacen lo mismo, pero mienten para fingir estar indefensas. Harriet Lerner explica en su libro como el patriarcado fomenta el engaño, animando a las mujeres a dar a los hombres una imagen falsa de sí mismas, y viceversa. En 101 mentiras que los hombres dicen a las mujeres, Dory Hollander confirma que, si bien es cierto que los hombres mienten tanto como las mujeres, los datos recogidos por ella y por otros investigadores indican que «los hombres tienden a mentir más y con consecuencias más devastadoras». Para muchos varones jóvenes, la primera experiencia de poder sobre otras personas viene de la emoción de mentir a algunos adultos más fuertes y salir indemnes. Muchos hombres me han dicho que tenían problemas para decir la verdad si pensaban que lastimaría a un ser querido. Para muchos jóvenes que aprenden a mentir para no herir a su madre o a otras personas que les importan, la mentira se vuelve tan habitual que les resulta difícil distinguirla de la verdad. Y este comportamiento continúa en la edad adulta.

A menudo, los hombres a quienes no se les ocurriría nunca mentir en el lugar de trabajo recurren habitualmente a la mentira en su vida privada. La mayoría son heterosexuales que creen que las mujeres son ingenuas. Muchos hombres confiesan haber mentido porque saben que no se arriesgan y que, al final, sus mentiras serán perdonadas. Para entender por qué las mentiras masculinas se aceptan con tanta facilidad, basta con darse cuenta de que, en una cultura patriarcal, los hombres gozan de poder y privilegios simplemente por el hecho de ser hombres. La idea misma de «ser un hombre», o más bien «un hombre de verdad», siempre ha implicado que, cuando es necesario, los hombres pueden romper las reglas y realizar acciones que quebrantan la ley. Vemos todos los días en el cine, la televisión y la prensa que los hombres poderosos pueden hacer lo que quieran, y que esa misma libertad los convierte en verdaderos hombres. El mensaje es que ser franco significa ser «débil». Saber ser falso e indiferente a las consecuencias de sus acciones engañosas hace a los hombres duros; de hecho, es lo que marca la diferencia entre hombres y niños.

      Página Web

      Evoluciona con tu presencia. Conecta con tu gente.

      Conoce más

      Presencia en línea

      Todos los derechos reservados.

      Producción web por iSocial50