Todo sobre el Amor
Audio
Capítulo 2 – Parte 1
Capítulo 2 - Parte 1
Transcripción
Justicia: las primeras lecciones de amor
Una separación grave en los primeros años de vida deja una cicatriz emocional en el cerebro porque compromete la relación humana más importante: el vínculo [padre-hijo], que nos enseña que somos dignos de amor. El vínculo que nos enseña a amar. Si carecemos del apoyo de este primer apego no podremos ser una persona completa, y hasta podemos tener dificultades para ser humanos.
JUDITH VIORST
Aprendemos lo que es el amor en la niñez. Sea funcional o disfuncional, caracterizada por un ambiente de felicidad o por un clima de mayor crispación, la familia es nuestra primera escuela de amor. No recuerdo haber sentido nunca la necesidad de preguntar a mis padres qué es el amor. Para mi mente infantil, el amor era el bienestar que experimentabas cuando te hacían sentir que eras importante en tu familia y tú a su vez los tratabas a ellos como personas que importaban. Siempre asocié el amor con esa sensación de bienestar. Cuando empezaron a pegarnos y nos dijeron que era «por nuestro propio bien», o aquello de «lo hago porque te quiero», mis hermanos y yo no entendíamos nada. ¿Por qué un castigo tan severo había de ser un gesto de amor? Como suelen hacer los niños, fingimos aceptar la lógica de los adultos, pero en el fondo de nuestro corazón sabíamos que aquello no estaba bien. Sabíamos que era una mentira. También fue una burda patraña lo que nos decían después de propinarnos un severo castigo: «A mí me duele más que a vosotros». Nada crea más confusión en la mente y el corazón de un niño que un castigo injusto o cruel impuesto por los adultos a los que se le ha enseñado a amar y respetar. Los niños que sufren este tipo de situaciones pronto empiezan a preguntarse por el significado del amor y, aunque dudan de su existencia, lo anhelan.
Por otro lado, hay muchos niños que crecen confiados en que el amor es un sentimiento bueno, niños que nunca son castigados, a los que se les permite creer que el amor significa ver sus necesidades y deseos satisfechos. En su mente infantil, el amor no es algo que ellos tienen que dar, sino mayormente algo que se les da. Incluso cuando se les consiente demasiado, sea materialmente o permitiéndoles comportarse mal, se puede hablar de una forma de abandono. Estos niños, aunque no son maltratados ni desatendidos en los cuidados más básicos, no tienen tan claro el significado del amor como aquellos que sí que están descuidados y abandonados emocionalmente. Ambos grupos han aprendido a pensar en el amor sobre todo en términos de bienestar, según una lógica de recompensa y castigo. En la infancia, muchos de nosotros nos sentíamos queridos por nuestros padres cuando hacíamos algo que les gustaba. Y aprendimos a expresarles nuestro amor cuando nos hacían felices. Al crecer, los niños empiezan a asociar el amor con actos de atención, afecto y cuidado, y siguen pensando que los padres que intentan satisfacer sus deseos les dan amor.
No hay ningún niño que, independientemente de su origen o clase social, no afirme que quiere a sus padres y que es querido por ellos; hasta los que han sufrido maltratos o vejaciones verbales comparten esta apreciación. Cuando le pido a alguno de ellos que me explique qué es el amor, los niños pequeños coinciden en que es una sensación de bienestar, «como cuando comes algo que te gusta muchísimo», especialmente si es tu comida fa-vo-ri-ta. «Mi madre me quiere —suelen decir— porque me cuida y me ayuda a hacer lo correcto.» Cuando les pregunto cómo amar a alguien, me hablan de abrazos y besos, de ternura y mimos. La creencia de que ser amado significa obtener lo que se quiere, ya sea un abrazo, un jersey nuevo o un viaje a Disneylandia, dificulta que los niños adquieran una comprensión emocional más profunda.
Nos gusta pensar que la mayoría de los niños van a venir al mundo en una familia que les dará el amor que necesitan. Sin embargo, si los padres o los adultos que ocupan su lugar son incapaces de amar, el amor brillará por su ausencia. Por lo general, las familias cuidan de alguna manera a sus hijos, pero el amor puede no ser constante o no existir en absoluto. Muchos adultos, sin distinción de clase, raza o género, se lo imputan todo a la familia en la que nacieron; hablan de un mundo infantil donde no había amor y donde reinaba el caos, el abandono, el maltrato y la coacción. En un libro reciente, Why Does America Fail Its Children?, Lucia Hodgson aborda la falta de amor en la vida de una enorme cantidad de niños de Estados Unidos. Cada día en nuestra sociedad, miles de niños son maltratados física o verbalmente, cuando no torturados, asesinados o muertos por inanición. Sin voz colectiva ni derechos reconocidos, son auténticas víctimas del terrorismo privado. Los niños son, y siguen siendo, propiedad de los adultos que, en su papel de padres, pueden hacer con ellos lo que quieran.
No puede haber amor sin justicia. Hasta que la cultura en la que vivimos no haya aprendido a respetar y defender los derechos civiles fundamentales de los niños, la mayoría de ellos no llegará a conocer el amor. En nuestra sociedad, el hogar privado es la única esfera institucionalizada de poder que fácilmente puede convertirse en autocrática y fascista. Los padres son regentes absolutos que pueden decidir sin interferencias externas lo que es bueno para sus hijos. Si los derechos del niño no se respetan en una familia, los niños no tienen medios legales para hacerlos valer. A diferencia de las mujeres, que han podido protestar contra la dominación sexista, reclamando la igualdad de derechos y la justicia para ellas mismas, los niños, si son explotados y oprimidos en el hogar, solo pueden confiar en hallar adultos dispuestos a ayudarlos.
Todos sabemos que, sea cual sea la clase y la raza a la que pertenezcan, los adultos rara vez intervienen para cuestionar lo que un padre y una madre hacen con «sus» hijos.
Hace algún tiempo, durante una fiesta a la que asistieron sobre todo profesionales acomodados de un cierto nivel cultural, de distintas razas y edades, se planteó el tema de la disciplina de los niños y el castigo corporal. Casi todos los invitados mayores de treinta años sostenían que era necesario recurrir al castigo físico. Muchos de ellos habían recibido golpes, azotes o bofetadas cuando eran niños. Los hombres eran quienes más defendían la mano dura. Las mujeres, casi todas madres, dijeron que para ellas el castigo físico era el último recurso y que no dudaban en utilizarlo cuando era necesario.
Como uno de los presentes parecía presumir de los golpes y palizas que le había propinado su madre, aduciendo que «le habían hecho bien», lo interrumpí y me atreví a indicarle que, si no hubiera sido golpeado por una mujer de niño, quizá no se habría vuelto tan misógino. Reconozco que es demasiado simplista decir que solo porque fuiste golpeado de niño, estás destinado a convertirte en un adulto violento, pero quería hacer entender a aquellas personas que ser maltratado de niño puede tener consecuencias negativas en la vida adulta.
Una joven profesional, madre de un niño, se jactaba de no haberle pegado nunca y decía que cuando el niño se comportaba mal, le pellizcaba con fuerza hasta que el mensaje le quedaba claro; sin embargo, eso también es una forma de coacción y maltrato. Los demás invitados no lo percibieron así y apoyaron los métodos de la joven madre y su marido. Me quedé atónita. Fui la única que salió en defensa de los derechos de los niños.
Más tarde, ya hablando con otras personas, señalé que si un hombre nos hablara de su costumbre de pellizcar a su esposa o pareja cuando hacía algo que no le gustaba, nos quedaríamos atónitos. Todos sin excepción habrían considerado tal comportamiento como una forma de coacción y abuso, pero, en cambio, no podían admitir que estaba mal aplicarlo a un niño. Quienes eran padres aseguraban que ellos querían a sus hijos. Y todos eran personas con estudios universitarios, que en su mayoría se consideraban progresistas, defensoras de los derechos civiles y feministas, pero cuando se trataba de los derechos de los niños adoptaban un criterio diferente.
Uno de los mitos culturales que es preciso desmontar, si queremos que nuestra sociedad aprenda a amar mejor, es el que permite a los padres creer que el maltrato y el desamparo pueden coexistir con el amor. Sabemos que el maltrato y el desamparo niegan y destruyen el amor. Los fundamentos del amor son el afecto y la confirmación, exactamente lo contrario del abuso y la humillación. Nadie puede alegar que da amor cuando se comporta de manera ofensiva. Sin embargo, en nuestra sociedad, los padres lo hacen continuamente. A los niños se les dice que se los quiere, incluso cuando son maltratados.
El hecho mismo de que exista el maltrato es una prueba de la incapacidad generalizada de amar. Muchos de los testimonios recogidos en Boyhood cuentan historias traumáticas de violencia y maltrato ocasional infligido por los padres. En el capítulo titulado «Cuando mi padre me pegaba», Bob Shelby describe el sufrimiento que le causaban sus continuas palizas y apunta: «Esas experiencias me hicieron darme cuenta de lo que es el abuso de poder. Golpeándonos físicamente a mi madre y a mí, mi padre consiguió que dejáramos de rebelarnos contra la humillación que nos infligía. Dejamos de protestar por la intromisión en nuestro espacio y por su indiferencia ante nuestras necesidades, peticiones y derechos como personas». A lo largo del texto, Shelby expresa ideas contradictorias sobre el significado del amor. En un momento dado dice: «No dudo de que mi padre me amara, pero su amor había tomado la dirección equivocada. Decía que quería darme lo que no había tenido de niño». Y poco después reconoce que «su problema más obvio era no sentirse amado. Su vida había sido una lucha continua para superar el sentimiento de no ser amado». Por la forma en que Shelby describe su infancia, está claro que su padre lo quería y que lo cuidaba de vez en cuando, pero no sabía cómo dar y recibir amor, y el afecto que sentía por su hijo quedaba socavado por el continuo maltrato.