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Capítulo 12 – Parte 1

Todo sobre el Amor

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Capítulo 12 – Parte 1

Capítulo 12 - Parte 1

Transcripción

Curación: el amor que redime

Hemos sido marcados con Su sello, así que estamos destinados a sufrir por amor. Pero el ardor de este amor supera con creces cualquier sufrimiento que podamos experimentar, porque el sufrimiento termina, pero el amor es para siempre.

TESSA BIELECKI

El amor cura. Cuando hemos sido heridos en el corazón, no se nos ocurre pensar que el amor realmente tiene el poder de cambiarlo todo. Sin embargo, sea lo que sea lo que nos haya sucedido, cuando abrimos nuestro corazón al amor podemos vivir como si hubiéramos renacido, sin olvidar el pasado, pero viéndolo de una manera nueva y dejándolo vivir en nuestro interior de una manera diferente. Actuaremos entonces pensando que el pasado ya no puede hacernos sufrir. Y si amamos y fuimos amados en otro tiempo, siempre podremos volver a experimentar el bienestar de antaño, aunque quizá con alguna que otra herida en el corazón. La reflexión sobre el pasado nos permite recomponer los fragmentos de un corazón roto. Así es como comienza el proceso de curación.

Contrariamente a lo que nos han enseñado, el sufrimiento innecesario causado por otro sí que causa dolor, pero no necesariamente deja una cicatriz indeleble. Nos marca, ciertamente; ahora bien, la huella que deje depende de la forma en que lo asumamos. En La próxima vez, el fuego, James Baldwin, habla del sufrimiento que hay en todo proceso de superación y dice al respecto: «No quiero ser sentimental en lo que toca al sufrimiento, pero estoy convencido de que los que son incapaces de sufrir no crecen nunca, no llegan a conocerse a sí mismos». El crecimiento, después de todo, es el proceso en que aprendemos a asumir la responsabilidad de nuestros actos. Crecer, entonces, es incorporar a la vida un amor que cure.

El corazón y la mente tienen una capacidad inagotable de regeneración, porque nuestro espíritu tiene siempre fuerza para renovarse, para salir restaurado. Cada vez que conozco a alguien que no ha pasado una infancia traumática, marcada por el sufrimiento y la falta de amor, doy gracias al cielo, pues son justamente ese tipo de personas las que me recuerdan que para sentir con toda el alma no es necesario haber pasado por experiencias terribles como el maltrato y el abuso. Tarde o temprano, todo el mundo tiene que enfrentarse al dolor, ya sea físico o emocional: una enfermedad inesperada, la pérdida de un ser querido, etc. Son sufrimientos de los que no podemos escapar, que no dependen de nuestra voluntad. El dolor que recorre la vida no es un signo de disfunción. En todas las familias hay dolor, y no por eso son disfuncionales. Así como es importante para el bienestar colectivo que se registren y se sigan registrando las anomalías de las familias desestructuradas, es igualmente importante que se resalte y valore el hecho de que en otros núcleos familiares no haya disfunciones.

Si no somos capaces de imaginar un mundo en el que la familia es un espacio lleno de amor, y no algo disfuncional, acabaremos condenándola a ser única y exclusivamente un espacio de padecimiento. En las familias funcionales, los individuos también tienen conflictos, contradicciones, momentos de infelicidad y de dolor; la diferencia radica en la forma en que se tratan y resuelven los problemas, en la forma en que los miembros de la familia se enfrentan a los momentos de crisis. Las familias sanas resuelven los conflictos sin recurrir a la coacción, la violencia y la humillación. Si, colectivamente, diéramos más importancia al amor en nuestra sociedad, las familias donde reina ese sentimiento estarían más representadas en los medios de comunicación. Se harían más visibles en todos los aspectos de la vida cotidiana. Y quizás entonces prestaríamos tanta atención a su desarrollo sin trastornos como a las historias de violencia, dolor y abuso que caracterizan a las familias desestructuradas. Cuando esto ocurra, la felicidad de las familias funcionales será parte de la conciencia colectiva.

En La familia, John Bradshaw propone la siguiente definición:

Una familia sana y funcional es aquella en la que todos sus miembros, y las relaciones que mantienen, son perfectamente funcionales. Cada uno de ellos saca partido de todo su potencial humano y lo utiliza para colaborar con los demás, así como para identificar y alcanzar sus propios objetivos y los del resto del núcleo familiar. Una familia funcional es el terreno en el que los individuos pueden crecer y convertirse en seres humanos maduros.

En la familia funcional, se aprende a tener autoestima y se promueve la autonomía, manteniendo a un tiempo el vínculo con la unidad familiar.

Mucho antes de que se utilizaran los términos «funcional» y «disfuncional» para identificar a las familias, los individuos que habían sufrido algún trauma en la infancia ya sabían a qué tipo de familia pertenecían, porque arrastraban un profundo sufrimiento que los había acompañado hasta la edad adulta. Lo que les mantenía atrapados en esos traumas no era tanto el sufrimiento como la conducta autodestructiva y la incapacidad de ser leales a sí mismos. Muchos de nosotros éramos incapaces de encontrar una salida. No podíamos curarnos porque no sabíamos cómo restañar las heridas. Lo único que hacíamos era caer en conductas inadecuadas o poco saludables, para a continuación ser presas de la depresión y de un dolor insoportable. Queríamos que alguien nos salvara porque no sabíamos cómo hacerlo nosotros mismos. En tales casos no es raro que se acabe llevando una vida peligrosa y que se desarrolle alguna forma de adicción que impida vivir en paz con uno mismo. Como en cualquier otro tipo de adicción, soltar amarras y aferrarse al bienestar personal habría sido la única forma de salir y curarse.

A lo largo de la vida he tomado diversos caminos a este respecto. Cuando tomé la senda del amor, me sorprendió que las disfunciones que había sufrido hasta entonces se manifestaran tan rápido. En la iglesia siempre había oído decir que nadie puede salvar a nadie, que somos nosotros quienes debemos salvarnos a nosotros mismos. En la novela The Salt Eaters, de Toni Cade Bambara, se convoca a varias ancianas, algunas de ellas curanderas, para que ayuden a una joven que ha intentado suicidarse y le dicen: «Tienes que estar segura, querida, tienes que pensar si realmente quieres curarte, porque sentirse bien no es nada fácil. Más bien es una carga muy pesada». El hecho de optar conscientemente por la salvación no implica que no se necesite ayuda y apoyo cuando surgen problemas. Lo único que debe hacer la persona es asumir la responsabilidad del propio bienestar, admitir que está herida y abrirse a la idea de la salvación. Al abrir su corazón podrá recibir la ayuda que nos brindan los que se preocupan por nosotros.

Todos queremos conocer el amor, pero hablamos del verdadero amor como si fuera una búsqueda solitaria. En muchos libros New Age y en nuestra sociedad en general, se pone mucho énfasis en el individuo, lo cual me molesta. Cada vez que cuento que quiero tener pareja, siempre hay quien me dice que puedo estar muy bien sola, que no necesito un compañero y/o seres queridos para sentirme completa, que lo importante es sentirse bien en el interior. Aunque es indudable que uno puede sentirse íntimamente satisfecho y realizado sin tener ninguna relación sentimental, es igualmente cierto que dar voz a ese deseo de comunión es importante. El amor propio, por grande que sea, no es suficiente: una vida sin conexión amorosa con los demás sería mucho menos satisfactoria.

En todas las partes del mundo, los individuos viven en contacto estrecho con los demás. Se lavan, comen y duermen con otras personas, y juntos afrontan desafíos y comparten alegrías y penas. La figura del individuo aguerrido que no depende de nadie solamente puede existir en una sociedad fundada en el poder, donde unos pocos privilegiados poseen todos los recursos, mientras que muchos no tienen ni para comer. El culto al individualismo es en parte responsable del narcisismo que aflige a nuestra sociedad.

A los occidentales que visitan los países subdesarrollados les llama la atención el fuerte espíritu comunitario que caracteriza a unas poblaciones que, aunque son pobres de solemnidad, albergan una profunda generosidad en su corazón. No es casualidad que muchos de los maestros espirituales que existen en nuestra floreciente sociedad, de un individualismo despiadado, procedan de culturas que dan más valor a la interdependencia y el interés por el bien colectivo que a la independencia y el beneficio individual.

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