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Capítulo 11 – Parte 3

Todo sobre el Amor

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Capítulo 11 – Parte 3

Capítulo 11 - Parte 3

Transcripción

Duelo: amarse en la vida y en la muerte

Por fortuna, los médicos y psicólogos que trabajan con enfermos terminales nos enseñan a afrontar la realidad de la muerte y a hablar de ella para que no se convierta en un tema tabú. Por lo general preferimos no hablar de nuestra necesidad de amar y ser amados, porque tememos que nuestras palabras sean interpretadas como un signo de debilidad o de fracaso, y lo mismo sucede con la muerte y el acto de morir. No debería sorprendernos que, como comunidad, seamos incapaces de lidiar con el significado del duelo. Si a los moribundos se los mantiene aislados para que solo un círculo íntimo pueda asistir al momento final, quienes sufren por el difunto se ven obligados a manifestar su dolor solamente en privado, en lugares a los que solo acceden ellos. El duelo prolongado es particularmente perturbador en una cultura que ofrece un rápido remedio para cualquier sufrimiento. A veces pienso que, aunque sé muy bien que estamos rodeados de dolor, no veo ningún signo manifiesto de ello. Nos han enseñado que es vergonzoso regodearse en el sufrimiento. En realidad, es como una mancha en la ropa, que mancilla y aniquila la perfección. Aferrarse al dolor, sentir el deseo de expresarlo, supone estar fuera de onda, pues en la vida moderna el dolor es un lastre inútil.

El amor no sabe lo que es la vergüenza. Amar significa estar abierto al dolor, aceptarlo, aunque sea una pena infinita. El amor nos hace experimentar el dolor de otra manera, ya que nos ayuda a superar el miedo y, por tanto, nos guía en el sufrimiento. Cuando perdemos a un ser querido podemos llorarle sin vergüenza. Puesto que el compromiso es un aspecto importante del amor, los que aman deben mantener siempre sus vínculos, tanto en la vida como en la muerte. El duelo, la capacidad de llorar la pérdida de las personas amadas, es una expresión de este compromiso, una forma de comunicación y de comunión. Pero en una sociedad como la nuestra, que tiende a negar la alquimia emocional de la pena, decir que el dolor es una manifestación del amor no basta para clarificar las cosas. La sospecha con la que se mira el dolor intenso surge en buena medida de un temor: creemos que, al darle rienda suelta, nos veremos sobrepasados y ya no seremos capaces de seguir viviendo. Pero ese es un miedo infundado. Cuando llega a lo más hondo, la pena es fuego para el corazón, un calor que conforta y consuela. De hecho, si no se la deja fluir, se enquista en el corazón como una bomba, que suelta cargas de dolor y sufrimiento, tanto en el cuerpo como en el ánimo. Si no somos capaces de aceptar la pérdida de un ser querido, el dolor no nos dará tregua.

El amor nos invita a llorar a los muertos en un rito que es a la vez duelo y celebración. Al expresar el luto, ponemos a disposición de los demás nuestro conocimiento íntimo del difunto, de su vida y sus actos. Honramos su presencia reconociendo el legado que nos dejó. Si nos servimos del dolor para experimentar más intensamente el amor por quienes han muerto, por quienes están a punto de morir, por quienes siguen en la vida, ya no tendremos que reprimirlo.

Hacia el final de su brillante carrera, Elisabeth Kübler-Ross llegó a convencerse de que la muerte no existe realmente, que tan solo nos separamos del cuerpo para adoptar una forma diferente. Para ella la muerte no era un fin, sino un nuevo comienzo, tal como sostienen quienes creen en la resurrección, en la reencarnación o en la vida ultraterrena. Estas concepciones, por muy esclarecedoras que sean, no cambian el hecho de que con la muerte abandonamos la vida en la tierra. El amor es la única fuerza que nos permite seguir unidos a otra persona incluso más allá de la muerte. Por eso aprender a amar significa también aprender a morir, como dice Elizabeth Barrett Browning en su soneto «I shall but love thee better after death» («Solo puedo amarte mejor después de la muerte»), donde subraya la importancia de la memoria y la comunión con los muertos.

Olvidar a los muertos significa aceptar que el fin de la vida corporal es la muerte del espíritu. En la Biblia dice Dios: «Os he puesto delante la vida y la muerte; escoged, pues, la vida». Mantenerse ligado al espíritu, y no solo al cuerpo, es una forma de optar por la vida. Esto se puede conseguir con ayuda de rituales conmemorativos, esto es, de ceremonias en las que se evoca la presencia del espíritu de nuestros muertos y de sus gestos y hábitos cotidianos, que nos hacen sentir cerca de los seres queridos que hemos perdido. A veces evocamos a los muertos guiándonos por su sabiduría, o copiando alguno de sus rasgos característicos. Puede que el dolor esté siempre presente en nuestra vida, pero es una forma de rendir homenaje a nuestros muertos, de sentirlos cerca de nosotros.

En una sociedad como la nuestra, en la que pocos tratan de llegar al amor perfecto, el dolor se ve a menudo empañado por el arrepentimiento. Lamentamos las cosas que no hemos dicho y las que no hemos dejado claras. A veces me doy cuenta de que no estoy honrando la vida y que he olvidado que la aceptación de la muerte puede mejorar mi forma de relacionarme con el mundo; entonces me quedo pensativa un instante y me pregunto si estaría en paz conmigo misma sabiendo que dejé a un novio con malas palabras, o sin decirle lo que realmente sentía. Cada día trato de aprender a despedirme de la gente como si fuera la última vez que nos vemos. Es un hábito que cambia la forma en que hablamos e interactuamos con los demás, una manera de experimentar la vida de una forma más consciente.

La única manera de vivir «sin arrepentirse de nada», como canta Edith Piaf, es tomando conciencia del valor de una vida justa y de una actuación correcta. La conciencia de la muerte puede servir para recordarnos que el momento de hacer lo que queremos es siempre ahora, y no un futuro lejano e inimaginable. El monje budista Thich Nhat Hanh, en Nuestra cita con la vida, nos enseña que podemos encontrar nuestro verdadero ser viviendo plenamente en el presente:

Volver al presente significa estar en contacto con la vida. Uno puede encontrar la vida solo en el momento presente, porque «el pasado ya no existe» y «el futuro aún no ha llegado». […] Nuestra cita con la vida tiene lugar en el momento presente. Nuestra cita se encuentra aquí, en este mismo lugar.

Viviendo en una sociedad que continuamente nos impulsa a hacer planes para el futuro, resulta muy difícil desarrollar la capacidad de «estar aquí y ahora».

Cuando vivimos enteramente en el presente, cuando nos damos cuenta de que la muerte nos acompaña siempre, y no solo en el momento en que respiramos por última vez, los acontecimientos sobre los que no tenemos control —la pérdida del trabajo, el rechazo de un posible compañero, la pérdida de un viejo amigo— dejan de tener en nosotros efectos devastadores. Thich Nhat Hanh nos recuerda que «todo lo que buscamos solo puede encontrarse en el presente» y que «ignorar el presente para centrarse en el futuro significa abandonar lo esencial para aferrarse a una sombra». Estar aquí y ahora no implica no hacer proyectos, sino dedicar una energía limitada a los proyectos futuros y, una vez realizados, no darles demasiada importancia. A veces puede ser útil poner por escrito nuestros planes para el futuro y luego guardarlos, para que queden fuera de la vista y de la mente.

Aceptar la muerte con amor significa aceptar la posibilidad de que acontezcan cosas inesperadas sobre las que no tenemos control. El amor nos fortalece y nos da la capacidad de rendirnos. No tenemos que vivir siempre con la preocupación constante por alcanzar nuestros objetivos. La muerte siempre está ahí para recordarnos que nuestros planes están sujetos a cambios. A medida que aprendemos a amar, aprendemos a aceptar el cambio. Sin cambio no es posible crecer. Nuestra voluntad de crecer en espíritu y verdad depende de nuestra forma de afrontar la vida y la muerte, de que estemos listos para escoger la vida.

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