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Capítulo 7 – Parte 3

Todo sobre el Amor

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Capítulo 7 – Parte 3

Capítulo 7 - Parte 3

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Avaricia: nada más que amor

Incluso en la búsqueda del amor entra en juego el mismo mecanismo de la codicia, un deseo idéntico de satisfacción inmediata. Pero es raro que el amor auténtico sea un espacio emocional en el que las necesidades se satisfagan al instante. Para conocer el amor auténtico debemos invertir tiempo y esfuerzo.

Como observa John Welwood en El viaje del corazón: «Soñar que el amor representa la salvación, que resuelve todos los problemas o que garantiza un estado perpetuo de felicidad y seguridad significa permanecer anclado en fantasías ilusorias, que debilitan el verdadero poder del amor, es decir, su capacidad para transformarnos». A muchos les gustaría que el amor funcionara como una droga, proporcionándonos un estado de éxtasis inmediato y duradero. Quieren evitar esforzarse y prefieren esperar a que les invada la sensación de bienestar. En la cultura patriarcal, los hombres están particularmente inclinados a ver el amor como algo que no debe implicar ningún compromiso de su parte. No quieren hacer un esfuerzo que, por otra parte, es indispensable. Cuando el amor invita a la gente a entrar en un lugar de felicidad potencial, pero que es al mismo tiempo un lugar al despertar crítico y al eventual sufrimiento, muchos le dan la espalda.

La creciente atención a las relaciones disfuncionales puede llevar a pensar que Estados Unidos ha decidido atajar el problema de raíz y crear una sociedad en la que el amor pueda encontrar espacio para expresarse, pero la verdad es que estamos inmersos en un proceso de normalización de las situaciones disfuncionales. Cuanto más hablamos de vínculos disfuncionales, más se convierten en la norma las familias desestructuradas y más se extiende la creencia de que las familias son así y ya está. Como sucede con el consumismo hedonista, terminamos creyendo que los excesos en el ámbito familiar son normales y que lo que no es normal pensar es que pueda existir una familia funcional capaz de dar amor.

Todo esto nos ha llevado a una sociedad en la que el mecanismo de la codicia se ha normalizado. El mensaje es que, como todos queremos más dinero para conseguir más cosas, no hay nada malo en mentir y hacer trampas para salir adelante. A diferencia de lo que sucede en el amor, el deseo de objetos materiales puede satisfacerse al instante, siempre que se tenga a mano dinero en efectivo o tarjetas de crédito, o se esté dispuesto a firmar letras de cambio que permitan obtener lo que se desea inmediatamente, pagando un poco más después. Incluso en asuntos del corazón se nos anima a tratar a los compañeros como si fueran objetos que podemos coger, usar y descartar cuando queramos, con el único criterio de satisfacer nuestros deseos egoístas.

Cuando el consumismo y la codicia están a la orden del día, la deshumanización se vuelve aceptable. Y entonces no solo se admite que se trate a las personas como objetos, sino que incluso es preciso hacerlo. Así pues, es la cultura del intercambio y la tiranía de los valores del mercado lo que moldea nuestra actitud hacia el amor. El cinismo prevalece entre los adultos, y así se extiende la creencia de que es imposible encontrar el amor y que las relaciones solo sirven mientras satisfagan los deseos personales. ¿Cuántas veces hemos oído a la gente decir: «Bueno, si ese tipo no se ajusta a tus necesidades, ¿por qué no lo dejas?». Las relaciones son para estas personas como los clínex: todas iguales y todas desechables. Si una relación no funciona, olvídala, pasa y búscate otra. Si esta es la lógica dominante, es impensable que una relación, incluida la conyugal, pueda durar. No hay posibilidad de apreciar y respetar el valor de la amistad y el afecto duraderos.

Si un vínculo afectivo no satisface las necesidades egoístas de la persona, uno no sabe qué hacer para fortalecerlo y mantenerlo. A muchos les gustaría encontrar el amor allí donde están, en la vida y las relaciones que han elegido, pero sienten que no conocen las estrategias necesarias para mantener y consolidar sus lazos. Así pues, buscan una respuesta en los medios de comunicación, que, sin embargo, al convertirse cada vez más en el principal vehículo de promoción y afirmación de la codicia, proporcionan poca información sobre cómo establecer y mantener relaciones significativas. Si el deseo de acumular no está ya presente en el espectador, la televisión y el cine se encargarán de transmitírselo a base de bombardearlo con el mensaje de que el principal propósito de un individuo no debe ser construir una relación, sino consumir en compañía de otras personas. Hoy en día, cuando vamos al cine, antes de que empiece la película, tenemos que ver los anuncios publicitarios. El estado de abandono, relajado y receptivo, que reservamos para el placer de entrar en el espacio estético de una película en la oscuridad del cine, se concede por un tiempo a la publicidad, que ataca para nuestra desgracia tanto los sentidos como la sensibilidad.

La avaricia es considerada con razón un «pecado mortal» porque erosiona los valores morales que nos llevan a preocuparnos por el bien común. La avaricia viola el sentido natural de lo común y la conexión que es esencial para la supervivencia humana. Arrasa con la conciencia de las necesidades y cuidados de los demás, sustituyéndola por un egoísmo colosal. El narcisismo sano (la autoaceptación y conciencia del propio valor, que es el fundamento del amor propio) es sustituido por el narcisismo patológico (en el que solo cuento yo), que justifica cualquier acción que permita satisfacer los deseos de uno. La voluntad de sacrificarse por el otro, siempre presente cuando hay amor, se anula por la codicia. A mi juicio, esto explica también por qué en Estados Unidos estamos dispuestos a privar a los ciudadanos pobres de todos los servicios públicos, mientras que una elevada cantidad de dinero alimenta la cultura siempre próspera de la violencia imperialista. Los profetas de la avaricia nunca están satisfechos; no basta con que determine el modo de vida estadounidense y pueda llegar a arruinar el país, sino que debe difundirse y convertirse en la norma también a nivel mundial.

La generosidad y la caridad tienen muchas herramientas para combatir activamente la codicia desenfrenada: desde las más simples —por ejemplo, la amabilidad hacia los vecinos— hasta las más complejas, como la creación de un sistema progresivo de reparto del trabajo o el apoyo al Estado de bienestar. Cuando la avaricia se convierte en una norma cultural, todos los actos de caridad son vistos con recelo, como si fueran signos de debilidad. Por eso los ciudadanos norteamericanos se vuelven cada día menos generosos y defienden con arrogancia las opciones egoístas que protegen los intereses de los ricos, afirmando que los pobres y los necesitados lo son porque no han trabajado lo suficiente. Un día me quedé estupefacta al oír como personas de familias adineradas clamaban contra el reparto de los recursos, porque según ellos los necesitados han de trabajar si quieren conseguir dinero, pues solo entonces apreciarán su valor. En los medios de comunicación apenas se informa sobre el patrimonio heredado y los recursos materiales que se mueven en esos ámbitos. Los beneficiarios directos de la riqueza no desean dar pábulo a la idea de que el dinero siempre representa una ventaja, aunque no sea el resultado del trabajo duro. Esa condición de privilegio solo prueba que son muy pocas las personas que se han hecho ricas con el sudor de su frente. Una de las ironías de la cultura de la avaricia es que los que se han hecho ricos sin demasiado esfuerzo son también los que defienden con mayor contundencia que la clase obrera y los menesterosos tan solo pueden apreciar las ventajas materiales si las conquistan trabajando duro. Es evidente que se trata de una postura ideológica, un intento de defender los propios intereses de clase responsabilizando a los menos privilegiados de su situación.

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