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Capítulo 2 – Parte 2

Todo sobre el Amor

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Capítulo 2 – Parte 2

Capítulo 2 - Parte 2

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Justicia: las primeras lecciones de amor

Al observar el pasado desde una perspectiva adulta, Shelby habla del impacto que la violencia física tuvo en su psique cuando era niño: «Cuanto mayor era el dolor físico que mi padre me infligía, mayor era la herida en el corazón. Me di cuenta de que lo que más me dolía era mi amor por el hombre que me pegaba. Por eso cubrí mi amor con un oscuro manto de odio». Las autobiografías de muchos otros hombres, de todas las razas y orígenes sociales, cuentan la misma historia. Uno de los clichés que suelen contarse sobre la ausencia de amor es que solo se da entre los pobres y los desposeídos. Nada más lejos de la realidad. Entre la miseria y la carencia de bienes materiales, por un lado, y la falta de amor, por el otro, no hay una relación de causa y efecto. Incluso cuando los privilegios materiales abundan, los niños sufren abandono y maltrato emocional. Para superar las heridas infligidas en la infancia, muchos de los hombres cuyo testimonio aparece en Boyhood se han visto obligados a recurrir a alguna forma de ayuda terapéutica. Para encontrar el camino de vuelta al amor, primero tenían que curarse.

En nuestra cultura hay muchas personas que nunca se recuperan de las experiencias negativas de la infancia. Los estudios en este campo muestran que los niños y niñas que son violentamente humillados y maltratados repetidamente, sin que nadie intervenga para protegerlos y cuidarlos, tienen muchas posibilidades de convertirse en adultos disfuncionales y de estar predispuestos a utilizar la violencia contra otras personas. En el capítulo titulado «Cicatrices», del libro Finding Freedom, Jarvis Jay Master cuenta que se dio cuenta de que la mayoría de las cicatrices que cubrían el cuerpo de sus compañeros de prisión (no todos condenados al corredor de la muerte) no eran el resultado de peleas violentas de adultos, sino más bien la señal de los golpes recibidos cuando eran niños por parte de sus padres o las personas encargadas de cuidarlos. Sin embargo, ninguno de ellos se consideraba víctima de maltrato: «Durante mis muchos años de reclusión, para mí y para muchos de mis compañeros, la prisión representaba inconscientemente un refugio. No empecé a reflexionar sobre mi infancia hasta que leí algunos libros destinados a adultos que habían sido víctimas de maltrato en la niñez». Master cuenta las discusiones de grupo que organizó entre los prisioneros y ahí se sincera: «Les conté el sufrimiento que había arrastrado conmigo en más de doce prisiones distintas. Y les expliqué que había terminado atrapado en una furiosa ira contra todo y contra todos». Al igual que tantos niños y niñas que son maltratados, aquellos hombres habían sido golpeados por su madre, su padre y otras figuras parentales.

Cuando muere su madre, Master se aflige por no poder estar junto a ella. Sus compañeros no lo entienden, pues a fin de cuentas su madre lo había desatendido y lo trataba mal. Él respondió: «¿Porque ella no me haya cuidado debo también yo desatenderme a mí mismo negando que me hubiera gustado estar cerca de ella cuando murió, que todavía la quiero?». Incluso en el corredor de la muerte, Master sigue teniendo abierto el corazón. Y puede reconocer con toda sinceridad su profundo deseo de dar y recibir amor. Rara vez las ofensas infligidas por los padres u otras figuras paternas alteran el deseo de un niño de amarlos y de ser amado. Los que han sufrido traumas en la infancia no dejan de aspirar al amor de sus padres, aunque sepan que ese amor nunca llegará.

Los niños a menudo quieren quedarse con sus padres o con las personas a las que se les confía su cuidado, porque han hecho una fuerte inversión emocional en ellos. A pesar de los malos tratos que han sufrido, que a menudo tienden a negar, se aferran a la ilusión de que sus padres los quieren y solo recuerdan las escasísimas muestras de afecto que les demuestran.

En el prólogo del ensayo Crear amor, John Bradshaw habla incluso de «mistificación». «Crecí creyendo que el amor iba unido a las relaciones de sangre. Para mí era normal querer a cualquier miembro de la familia. El amor no fue nunca una elección. El amor que me enseñaron estaba hecho de deberes y obligaciones. […] Mi familia me enseñó las reglas de nuestra cultura, su creencia en el amor […]; aunque con las mejores intenciones, nuestros padres a menudo confundían el amor con algo que hoy llamaríamos maltrato.» Si queremos eliminar los prejuicios y los clichés sobre el significado del amor y el arte de amar, cuando hablamos con los niños tenemos que utilizar definiciones precisas y bien pensadas, dejando claro que el amor nunca puede estar mancillado por el maltrato.

En una sociedad como la nuestra, en la que se niega a los niños todos los derechos civiles, es esencial que los padres aprendan a educar a sus hijos con ternura y amor. Poner límites y enseñar a los niños a adoptar pautas para comportarse bien es una parte fundamental de la crianza. Cuando un padre recurre al castigo para imponer disciplina, los niños no tienen otro modelo de conducta frente al que reaccionar. Un padre cariñoso hará cualquier cosa para enseñar disciplina sin recurrir al castigo, lo cual no significa que nunca haga uso de él, pero si lo hace será solo para imponer una limitación temporal o una reducción de privilegios. Un padre cariñoso se preocupa principalmente de enseñar autodisciplina a los hijos y de que asuman la responsabilidad de sus propios actos. Dado que casi todos nosotros venimos de familias donde la principal, si no la única, herramienta para enseñar disciplina era el castigo, la mayoría no podemos concebir que se pueda prescindir de él. Una de las formas más fáciles de transmitir la disciplina a los niños es enseñarles a ser ordenados en la vida diaria, a poner en su sitio lo que han dejado tirado por doquier. Enseñar a un niño a guardar los juguetes después de jugar con ellos es una manera de enseñarle responsabilidad y autodisciplina. Esta actividad práctica puede ser un primer paso para dominar la confusión emocional.

Sería muy útil que aparecieran en la televisión modelos de padres capaces de cuidar con amor y dulzura a sus hijos. Sin embargo, a menudo, los programas destinados a las familias presentan a los niños malcriados, groseros y petulantes bajo una luz favorable, y es bastante usual que en ellos los niños se comporten de una manera más adulta que sus padres. Los modelos propuestos hoy en día en las películas comprenden desde conductas inadecuadas hasta comportamientos sin amor. Uno de los mejores ejemplos es Solo en casa, filme que rinde culto a la desobediencia y el comportamiento violento. Ahora bien, la televisión puede retratar también situaciones familiares en las que se prodigan el afecto y el cuidado. Generaciones enteras de adultos recuerdan con nostalgia cuánto les hubiera gustado que su familia se pareciera a la de series de televisión como Leave It to Beaver o My Three Sons. ¡Cuántos de nosotros deseábamos que nuestras familias fueran como las que veíamos en la pequeña pantalla, siempre tan capaces de dar ternura y amor! Cuando expresábamos a nuestros padres el deseo de tener una familia similar a la de la televisión, nos decían que eran situaciones poco realistas. La verdad es que un padre o una madre que no recibieron amor en su familia original, que no aprendieron nunca lo que era en esa importante escuela del amor, son incapaces de crear en su nueva familia un entorno afectivamente rico y no pueden considerarlo siquiera como una posibilidad realista. La realidad en la que se sienten más a gusto y en la que confían es la que han llegado a conocer personalmente.

Pero no había nada de utópico en la forma en que se resolvían los problemas en esas sitcoms. El comportamiento erróneo era abordado y discutido abiertamente entre padres e hijos, con la intención de pensar críticamente sobre él y encontrar una manera de arreglarlo. En esas series, nunca había figuras parentales aisladas. Si la madre ya no estaba viva, como en My Three Sons, siempre aparecía alguna persona amable y bonachona que actuaba como segundo padre; en ese caso, el tío Charlie. En un entorno familiar capaz de dar afecto, si hay más de una figura parental, el niño que siente que uno de los padres está siendo injusto con él puede recurrir a la mediación, la comprensión o el apoyo del otro. En nuestra sociedad hay cada vez más padres y madres solteras. Pero ellos siempre pueden elegir a un amigo para que actúe como una segunda figura parental, aunque no tengan demasiado contacto con él. Por eso la figura del padrino y la madrina desempeñan un papel tan importante. Cuando mi mejor amiga de la infancia decidió tener un hijo, pero sin vivir con el padre del niño, decidió que yo fuera la madrina del retoño, y de este modo me convertí en una segunda figura parental.

La hija de mi amiga acude a mí cuando hay un malentendido o un problema de comunicación entre ella y su madre. Voy a darles un pequeño ejemplo. Mi amiga, que nunca recibió la paga semanal cuando era niña, creía que no disponía de suficiente dinero para dársela regularmente a su hija. Además estaba convencida de que la niña usaría todo el dinero para comprar caramelos y golosinas. Un día me confesó que su hija estaba enfadada con ella por ese motivo y me pidió mi opinión sobre el asunto. Le dije que estaba convencida de que la paga es una forma importante de enseñar a los niños disciplina y sentido del límite, para ayudarles a entender la diferencia entre el deseo y la necesidad. Conocía la situación financiera de mi amiga lo suficiente como para contradecirla cuando decía que no podía permitirse una pequeña asignación y, para zanjar sus dudas, la insté a no proyectar las experiencias negativas de su infancia en el presente. En cuanto a su temor de que la niña comprara demasiados caramelos, le sugerí que le diera una pequeña paga con la esperanza de que no la usara mal, y que estuviera atenta para ver lo que pasaba.

Todo salió a las mil maravillas. Contenta de recibir la ansiada asignación, la niña decidió ahorrar todo el dinero para comprar las cosas que pensaba que eran realmente importantes. Y los dulces no estaban en la lista. Si no hubiera intervenido otra figura parental, se podría haber tardado más en resolver el conflicto, lo cual habría dejado seguramente un poso de resentimiento y animadversión. La interacción entre dos adultos, marcada por el afecto y el respeto mutuo, ofreció a la niña (a quien informamos de nuestra conversación) un ejemplo de una posible manera de resolver los problemas. Al mostrarse dispuesta a aceptar las críticas y ser capaz de reflexionar sobre su propio comportamiento y cambiarlo, la madre, sin perder la dignidad ni la autoridad, hizo comprender a su hija que los padres no siempre tienen razón.

Hasta que no se imponga en todos los ámbitos de la vida una forma diferente y más cariñosa de ser padres, muchos seguirán creyendo que la disciplina solo puede enseñarse a través del castigo, y que una actitud dura y punitiva es una forma aceptable de tratar a los niños. Dado que los niños tienen una capacidad innata de ofrecer afecto y de corresponder al cariño que reciben, se suele suponer que ya son capaces de amar y que, por lo tanto, no tiene sentido enseñarles ese arte. Es cierto que en los niños muy pequeños existe el deseo de amar; sin embargo, tienen aún mucho que aprender en ese campo y depende de los adultos el guiarlos.

El amor se expresa con hechos, y en el caso de los niños es responsabilidad nuestra procurarles ese amor. Amar a nuestros hijos significa reconocer en todo momento, con todos nuestros actos, que no son de nuestra propiedad, que tienen derechos; derechos que deben ser respetados y defendidos.

Sin justicia no puede haber amor.

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