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Capítulo 12 – Parte 2

Todo sobre el Amor

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Capítulo 12 – Parte 2

Capítulo 12 - Parte 2

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Curación: el amor que redime

Si términos como «codependencia» indican acertadamente que una dependencia excesiva puede ser perjudicial, sobre todo cuando va acompañada de una tendencia a la adicción, debemos considerar también que existe una «interdependencia» sana. Ninguna organización muestra mejor este principio que Alcohólicos Anónimos. Los millones de personas adscritas a AA encuentran en las reuniones de exalcohólicos un ambiente propicio para la curación, donde se expresan valores positivos. Esta comunidad ofrece a los participantes un buen ejemplo de la aceptación, la preocupación, la conciencia y la responsabilidad que conlleva el amor. Es muy raro, si no imposible, que alguien se cure en estado de aislamiento. La curación es un acto comunitario.

Algunos encuentran este espacio de curación en la comunión con almas similares a la suya; otros en la comunión con Dios. Santa Teresa de Jesús encontró reconocimiento, consuelo y felicidad en la unión con lo divino:

¿Pensáis que importa poco para un alma derramada entender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con Él, ni ha menester hablar a voces? Por paso que hable, está tan cerca que nos oirá; ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped; sino con grande humildad hablarle como a padre.

En la oración, es la palabra la que cura. El hecho de que se escriban libros sobre el consuelo que brinda la oración es un signo evidente de la crisis espiritual que sufrimos en nuestros días. Todas las tradiciones religiosas reconocen que buscar lo sagrado a través de las palabras de la liturgia tradicional, a través de la oración y el canto, proporciona alivio y consuelo al ser humano. Yo rezo todos los días, y para mí es como una especie de vigilancia sobre mi espíritu. Las plegarias fortalecen el alma. En contacto con lo divino, soy consciente de los límites del pensamiento y la voluntad humana. De ese modo se fortalece mi fe y me siento más segura.

La oración puede ser un momento de confesión. Se dice que «la confesión es buena para el alma», y en cierto modo así es. De hecho, nos permite reflexionar sobre nuestros pecados, sobre aquello en lo que nos comportamos mal. Al entender las circunstancias en que mostramos tales conductas asumimos nuestra responsabilidad. Como dicen Daniel Berrigan y Thich Nhat Hanh en The Raft Is Not the Shore, «para construir un puente de verdad tenemos primero que destruir el puente de las ilusiones». En comunión con el espíritu divino podemos asumir nuevamente nuestra responsabilidad y renovar el compromiso de esa transformación del espíritu que abre el corazón y nos prepara para el amor.

Una vez que hemos decidido curarnos por medio del amor, nos sentiremos más seguros y sentiremos la paz emocional y espiritual que tan indispensable es en la preparación de una transformación radical. Aun así, no resulta nada fácil esperar a que esta acaezca. Por eso las Sagradas Escrituras invitan a los que se han embarcado en el camino de la búsqueda espiritual a aprender a esperar, para salir aún más fuertes del proceso. Al rendirnos a la «espera», dejamos que los cambios se produzcan en nosotros, sin prisa ni esfuerzo, y afirmamos nuestra fe. Para el budismo esta actitud de entrega, de abandono, es la premisa indispensable para llegar a la compasión y, por lo tanto, a la capacidad de simpatizar con uno mismo y con todos los demás. La compasión despierta en nosotros el poder sanador del servicio y entrega a nuestros semejantes.

El amor se expresa en actos, en lo que estamos dispuestos a hacer para fortalecer nuestro crecimiento espiritual. Centrarse en la reflexión individual, la contemplación y el diálogo es vital para la curación, pero no es la única forma de encontrarse a uno mismo. Ponerse al servicio de los demás puede ser tan útil como cualquier otra práctica terapéutica. Para que nuestra intervención sea eficaz, tenemos que saber salir de nosotros mismos; solo así podremos identificar las necesidades de los demás y satisfacerlas. Cuanta más compasión sentimos, mejor entendemos cómo pasar del yo al nosotros y avanzar así en el proceso de curación.

Una compasión profunda y auténtica pone en marcha un proceso de perdón y reconocimiento de uno mismo que permite dejar atrás todo lo que dificulta la curación. La compasión abre el camino al ejercicio de la empatía sin juicios de valor. Cuando se juzga aumenta el desapego, porque ya no estamos tan dispuestos a perdonar, y de ahí que nos cueste tanto superar la culpa y la vergüenza. ¡Cuántas veces la indiferencia y el desprecio de los demás nos hacen sentir el aliento del desánimo y la humillación! La vergüenza nos rompe y nos hace más débiles, impidiéndonos alcanzar ese estado de plenitud que solo la curación nos da. Cuando perdonamos, la vergüenza y la culpa se desvanecen. En la vergüenza subyace siempre una pobre concepción de nosotros mismos. Convencidos de nuestra poca valía, nos sentimos apartados de los demás. La compasión y el perdón nos aproximan a ellos.

Al perdonar no solo nos acercamos al otro, sino que estamos reafirmando nuestra capacidad de entrega. Sin perdón no hay reconciliación posible. La compasión y el perdón nos permiten reparar el daño, sea en nosotros o en los demás. A lo largo de este proceso vamos despejando el terreno para ser capaces de ver al otro como a nosotros mismos. Como explica Casarjian en Perdonar:

Hasta los más pequeños actos de perdón tienen consecuencias significativas a nivel personal. Refuerzan la confianza en uno mismo y en el potencial de los demás; ayudan a crear un clima de optimismo y esperanza, y ya no de pesimismo y derrota; hacen que uno se vea a sí mismo y a todos los demás bajo una luz diferente, como individuos fuertes que deciden, crean y aman, y no como seres egoístas, destructivos y pecadores.

Cuando hay claridad en el corazón y la mente somos capaces de experimentar alegría, de vivir con un placer inmediato y profundo en el mundo sensual que nos rodea. En uno de sus artículos, James Baldwin afirma que «ser sensual […] es respetar y saborear el poder de la vida, la fuerza de la propia vida, que está presente en todos nuestros actos, desde la práctica del amor hasta algo tan sencillo como partir el pan». En What is Found There?, sus cuadernos de poesía y política, la poeta Adrienne Rich advierte del peligro que conlleva la pérdida de la sensualidad: «Tener unos sentidos bien despiertos es esencial en la lucha por la vida. No hay nada tan sencillo… y tan amenazado». El alejamiento del mundo de los sentidos es consecuencia directa del consumismo, de nuestra excesiva inclinación a adquirir productos. Por eso vivir de manera sencilla resulta tan importante para encontrarse a uno mismo. Al desprendernos de lo no esencial, al eliminar lo excesivo y confuso, sea el exceso de deseo o la acumulación de bienes y tareas que abarrotan la vida, recuperamos la capacidad de ser sensuales. Cuando el cuerpo adormecido, el cuerpo cerrado a los sentidos, sale de su letargo es como una resurrección, porque el amor es siempre más fuerte que la muerte.

El amor redime. Aunque la falta de amor sea algo tan generalizado, nada puede frenar nuestro deseo de amar ni disminuir su intensidad. Parece que el corazón siempre ha sabido que el amor ayuda a curar, atraído como está por su poder de redención. Como en todos los misterios, sentimos la acuciante llamada del amor en cualquier circunstancia, ya vivamos en la inmoralidad más absoluta o en el abismo de la desesperación. La fuerza, la tenacidad de esta llamada nos hace albergar esperanza, porque sin ella es imposible volver a la senda del amor. La esperanza, al romper la sensación de aislamiento y abrir la ventana de lo posible, nos da una razón para seguir adelante. Recuperando una actitud positiva, un estilo de vida abierto a la esperanza, el espíritu se regenera. La esperanza es el aval de nuestra fe renovada en la promesa del amor.

Empecé a pensar y escribir sobre el amor cuando me di cuenta de que en muchas personas, jóvenes y mayores, ya no había lugar para la esperanza, sino solo para el cinismo, que a mí me parece el mayor obstáculo para el amor, porque está enraizado en la duda y la desesperación. El miedo nos llena de dudas, nos paraliza y solo puede ser superado con fe y esperanza. El miedo es una traba para el amor. Si nos servimos de una sentencia que en la Biblia se repite varias veces, «en el amor no hay miedo», nos será fácil comprender por qué es preciso ser valiente tanto en el pensamiento como en la acción. Esta frase nos hace confiar en que «el amor perfecto aleja el temor», lo cual nos alivia y consuela. Nos recuerda que el miedo existe, pero que puede ser superado con ayuda de la experiencia del amor perfecto. Lo que el miedo separa o distancia, el amor lo completa. El amor perfecto es el amor que redime, el que tiene la fuerza, como el fuego alquímico, para quemar y eliminar lo impuro y dejar el alma libre.

Es significativo que la Biblia resalte que el amor expulsa el miedo «porque el miedo trae el tormento», lo cual nos recuerda que, cuando nos dejamos dominar por el miedo, nuestra vida nada en la angustia y la desazón. El amor cura y nos proporciona paz porque tiene un enorme poder de transformación. Cuando una persona ama y es amada, el miedo desaparece. Si vivimos con la conciencia de que «en el amor no hay miedo», la angustia disminuye y entonces tenemos fuerzas para penetrar en el paraíso del amor. Cuando somos capaces de entender que la entrega completa al amor regenera el alma, alcanzamos la perfección en el amor.

En nuestra sociedad, no se entiende bien el poder transformador del amor porque muchas personas creen erróneamente que el tormento y la angustia son la condición «natural» del ser humano; una idea que parece verse confirmada por los muchos hechos trágicos que acaecen en la sociedad moderna. En un mundo que vive aterrorizado por la destrucción y la violencia, es lógico que prevalezca el miedo; pero cuando uno ama no está dispuesto a ser prisionero de él. El afán de poder surge precisamente del miedo, porque el poder nos hace creer que es capaz de vencerlo y hasta de acabar con nuestra necesidad de amor.

Para volver al amor, para conocer el amor perfecto, debemos renunciar a la voluntad de poder. Si somos incapaces de renunciar al poder, si la más mínima sensación de vulnerabilidad nos hace entrar en pánico, no seremos nunca capaces de conocer el amor.

A medida que nos damos cuenta de cómo somos apartados del amor, de un amor que cura y redime, nuestra angustia se intensifica. Pero nuestro anhelo de amor se hace aún más fuerte. El espacio ocupado por el amor que nos falta es también el espacio de su posibilidad. A través del deseo, nos preparamos para recibir el amor que es como un regalo, una promesa, un paraíso en la tierra.

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