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Capítulo 10 – Parte 1

Todo sobre el Amor

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Capítulo 10 – Parte 1

Capítulo 10 - Parte 1

Transcripción

Amor romántico: el dulce amor

Decid, dónde, cómo y cuándo.
Decid, dulce Amor, decid.
¿Qué mandáis hacer de mí?
[…]
Vuestra soy, para Vos nací,
¿Qué mandáis hacer de mí?

SANTA TERESA DE JESÚS

Para volver al amor, para tener el amor que siempre hemos querido pero que nunca hemos tenido, el amor que queremos pero que no estamos preparados para dar, vamos en busca de relaciones sentimentales porque creemos que estas relaciones, más que cualesquiera otras, podrán redimirnos y rescatarnos. El verdadero amor tiene el poder de redimir, pero solo si estamos preparados para ser redimidos. El verdadero amor salva, pero solo si queremos ser salvados. Entre los que buscan desesperadamente el amor hay muchos a los que, de niños, se les dijo que no valían nada, que nadie podía quererlos tal como eran, y por eso se construyeron una identidad falsa. Ya de adultos conocen a personas que se enamoran de la máscara que habían adoptado, pero estos amores no duran. Tarde o temprano se desvela la verdadera identidad de cada cual y entonces llega la decepción. Rechazados por los que han escogido amar, ven como se confirma el mensaje recibido en la infancia: nadie puede amarlos tal como son.

Al empezar una relación, pocas personas son capaces de recibir el amor de verdad. En las relaciones sentimentales estamos destinados a reproducir los mismos patrones que han marcado a nuestra familia. Pero no somos plenamente conscientes de ello, porque hemos crecido en una cultura que nos ha hecho creer que cualquiera que fuera nuestra experiencia en la niñez, en términos de dolor, tristeza, aislamiento o sensación de vacío, cualquiera que haya sido nuestro grado de deshumanización, seguimos teniendo derecho a nuestra historia de amor. Estamos convencidos de que conoceremos a la mujer de nuestros sueños. Pensamos que algún día llegará nuestro príncipe azul. Y aparecen, tal como habíamos imaginado. Queremos que el amante con el que soñamos se presente de verdad, pero cuando realmente aparece no sabemos cómo comportarnos, no sabemos qué clase de amor pretendemos construir ni cómo construirlo. No estamos preparados para abrir nuestro corazón de par en par.

En la novela Ojos azules, Toni Morrison presenta la idea de amor romántico como «una de las más destructivas de la historia del pensamiento». Es, efectivamente, una idea tremendamente dañina, porque implica que el amor es algo que sucede sin la intervención de nuestra voluntad y nuestra capacidad de elección. Esta ilusión, perpetuada por tantas novelitas románticas, nos impide aprender a amar. Para alimentar nuestra fantasía, consideramos cualquier idilio como amor verdadero.

Cuando se presenta el romance como un proyecto —y eso es exactamente lo que hacen los medios de comunicación y, en particular, el cine—, el papel de arquitecto y proyectista recae en las mujeres. A todo el mundo le gusta imaginar que las mujeres son románticas y sentimentales, y que los hombres se dejan guiar por ellas. Hasta en las relaciones no heterosexuales prevalece a menudo el paradigma que ve a un compañero «liderando» y al otro «a remolque», uno en el papel considerado femenino y el otro en el masculino. Seguro que fue alguien que hacía de guía quien concibió la idea de que el enamoramiento es algo que simplemente acaece, que el hecho de escoger un compañero no implica elección ni decisión por nuestra parte, porque cuando la química funciona, cuando sentimos ese algo indefinible, el amor aparece sin más: nos sentimos abrumados y no nos queda más remedio que abandonarnos a él. Esta forma de concebir el amor resulta especialmente útil para los hombres que, expuestos hasta hace poco a la idea patriarcal de la masculinidad, han sido educados para no tener ningún contacto con sus sentimientos. Como apunta Merton en «Amor y necesidad»: «La expresión “to fall in love” [literalmente, caer enamorado] refleja una actitud precisa hacia el amor y hacia la vida misma: una mezcla de miedo, asombro, fascinación y confusión. Implica sospecha, duda, vacilación ante algo que no podemos evitar, pero que no es del todo seguro». Si no sabes lo que se siente, difícilmente vas a inclinarte por el amor; es mejor «caer» en él, y entonces nadie podrá decir que somos responsables de nuestros actos.

Aunque hace décadas que los psicoanalistas critican esta visión del enamoramiento, seguimos invirtiendo recursos emocionales en la fantasía de una unión que se produce sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Seguimos creyendo que nos vemos arrollados, raptados, que no tenemos posibilidad de elegir ni de ejercer nuestra voluntad. En El arte de amar, Fromm habla en repetidas ocasiones del amor como acción, porque es «en esencia un acto de la voluntad»: «Amar a alguien no es solo un sentimiento poderoso; es una decisión, una promesa, un compromiso. Si el amor fuera solo un sentimiento, no habría base para la promesa de amarse para siempre. Un sentimiento comienza y puede desaparecer». Cuando describe el amor como la voluntad de impulsar el crecimiento espiritual propio o el de otra persona, Peck parte de la definición de Fromm, y añade: «El deseo de amar no es amor per se. El amor está en los gestos y conductas a través de los cuales se expresa. El amor es un acto de la voluntad, es decir, comprende tanto una intención como un acto. La voluntad implica también elección. No estamos obligados a amar. Elegimos hacerlo». Sin embargo, a pesar de estos brillantes análisis y de las indicaciones derivadas de ello, la mayoría de las personas continúan negándose a admitir que es más auténtico, más realista, considerar el amor como una elección que como una fatalidad.

En Life Preservers, la terapeuta Harriet Lerner describe nuestro anhelo de amor, y a este respecto afirma que la mayoría de nosotros quiere un compañero «que sea maduro e inteligente, leal y fiable, afectuoso y atento, sensible y abierto, amable y considerado, competente y responsable». Aun así, por muy intenso que sea nuestro deseo, «pocos evaluamos a un posible compañero con la misma objetividad y claridad con que podríamos escoger un electrodoméstico o un automóvil». Para poder valorar críticamente a un compañero tendríamos que ser capaces de adoptar una posición neutral y observarnos críticamente a nosotros mismos, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras aspiraciones. A mí me resultaba muy difícil ponerme ante una hoja de papel y evaluarme a mí misma para ver si era capaz de dar el amor que yo misma deseaba recibir. Y más difícil aún me resultaba hacer la lista de las cualidades que quería encontrar en mi pareja. Apunté diez rasgos. Pero cuando comparé la lista con las características de los hombres que había elegido como compañeros potenciales, me di cuenta con pesar de la discrepancia entre lo que yo quería y lo que había elegido aceptar. Si evaluamos cuidadosamente nuestras necesidades y elegimos a nuestra pareja de acuerdo con ellas, nos encontraremos a veces con que no hay ni una sola persona adecuada para nosotros. Pero por lo general pensamos que es mejor tener una pareja que no nos satisfaga del todo que no tener ninguna. Es evidente, por tanto, que estamos más interesados en encontrar pareja que en conocer el amor.

Cada vez que explico que el amor debe ser abordado con voluntad e intencionalidad, me llega la respuesta de que tal actitud podría acabar con el sentimiento amoroso. No es cierto. Acercarse al amor sobre la base del interés, el conocimiento y el respeto hace que nuestras relaciones sentimentales sean más intensas. Si dedicamos tiempo a comunicarnos con un compañero potencial, ya no seremos presas del miedo y la ansiedad característicos de las relaciones de amor donde no hablamos ni comunicamos nuestras intenciones y deseos. Una amiga me contó una vez que siempre había tenido mucho miedo de las relaciones sexuales, aun cuando conociera bien al hombre con el que iba y se sintiera atraída por él. Su miedo provenía de la vergüenza que despertaba en ella todo lo relacionado con su cuerpo; un sentimiento que había interiorizado durante la infancia. Sus relaciones anteriores no habían hecho más que agudizar esa vergüenza. Normalmente, los hombres le restaban importancia a sus ansiedades. Yo le propuse que quedara para comer con el hombre que podía convertirse en su nuevo compañero, y que abordaran explícitamente la cuestión del placer sexual, lo que les gustaba y lo que no les gustaba, sus esperanzas y sus miedos. Luego me contó que el almuerzo había sido increíblemente erótico; fue ese encuentro el que sentó las bases de la relación porque, cuando llegaron a la etapa de la intimidad, cada uno de ellos se sintió sexualmente cómodo con el otro.

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